Paseo por las calles de Roma. Llevo de la mano a mi novia, Karen. Vamos a un restaurant para cenar sólo porque era el local preferido de Anthony Quinn. Y en mi cabeza se repite una y otra vez la escena de una película y su música.
Con su brazo derecho estirado hacia un grupo de personas reunidas en torno a una pileta en medio de una plaza, su índice apuntando, el pulgar levantado y el resto de los dedos empuñados, como si fuera una pistola.
Girando sobre sí, con sombrero, chaqueta, pantalón azul, camisa blanca desordenada, corbata rojiza y una gran medalla colgando del cuello, que es su símbolo de autoridad, dice en tono burlón: “¿Qué clase de personas son ustedes?”. La música irrumpe, mientras el pueblo comienza a bailar feliz, bajo el sol en el norte de Italia.
Así recuerdo a Anthony Quinn interpretando a Italo Bombolini, el astuto alcalde de la película “El secreto de Santa Victoria” (1969), con la música de mi tocayo Ernest Gold. Esa melodía incidental fue parte importante de la banda sonora de mi infancia. La historia de este filme es magia pura.
Todos los pobladores de Santa Victoria se unen para apoyar a Bombolini en una idea arriesgada, pero digna: esconder de los alemanes -que van en retirada, en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial- un millón de botellas del delicioso vino que le ha dado fama al villorrio en toda Europa.
Qué mejor rol para este actor mexicano, cuyo padre -de origen irlandés- fue combatiente rebelde en la Revolución Mexicana, mientras que su madre fue descendiente de aztecas. En mis recuerdos, lo veo bailando en medio de esa plaza, mientras con mi prometida recorremos una Roma cálida, húmeda, cosmopolita, histórica, sorprendente, emocionante -simplemente- maravillosa.
Luego de admirar la majestuosidad de la Fuente de Trevi, subimos por la calle Poli para doblar a la derecha en la calle del Tritone. Vimos la entrada del local al pasar por la calle Sistina, casi llegando a la plaza Barberini, donde además está la famosa fuente Sistina y la estación Barberini del Metro, desde donde más tarde tomaríamos el tren suburbano para regresar a nuestro hotel.
El restaurante y pizzería «La Fontanella Sistina», de Roberto Pepi, era el local de Roma preferido por Anthony Quinn, y así se aprecia en la fotografía que publican en el folleto-menú que ofrecen a los turistas: aparecen Roberto y Antony sonriendo, compartiendo una mesa con preparaciones italianas sabrosas e inolvidables. Como los Rigatoni a la Carbonara y los Spaghetti al Scoglio que probamos nosotros.
Son tantos los lugares sorprendentes de Roma, que regresaríamos mil veces más: El Vaticano, la Capilla Sixtina, el castillo de Sant’ Angelo, el Panteón, la plaza Navonna, el Trastevere, el Coliseo, el Foro Romano, el puente de Sant’ Angelo y la plaza de Spagna con una Inmaculada Concepción idéntica a la que corona el cerro San Cristóbal de Santiago de Chile.
Si quisiera en esta columna tratar de describir Roma y a los italianos me faltaría espacio. Tuve el placer de conocer a varios de ellos en distintos pueblitos, ciudades y diversas zonas, con el privilegio incluido de haber probado sus vinos.
Por eso entiendo la frustración y ofuscación del capitán nazi Von Prum, cuando apunta con su arma a Bombolini, mira al pueblo reunido en la plaza y les dice con rabia: “¿Qué clase de personas son ustedes?”, luego de darse por vencido al no hallar el escondite de todas las botellas de vino de Santa Victoria y encabezar el retiro de las tropas nazis.
También hubiera bailado con ellos, celebrando su triunfo final. En mi cabeza, junto a Karen, bailo con todos, mientras apuro el último trago de una botella ahora vacía, en «La Fontanella Sistina» de Roma, recordando a Anthony Quinn.