Cada vez que ha ocurrido algún problema de violencia política en el país, especialmente en medio de protestas sociales, se ha escuchado en la voz de algunos analistas la explicación de que nos encontramos con resabios de la dictadura, como explicando que en parte del inconsciente colectivo los años de uniforme aún no han terminado del todo.
Tal vez debido a que ya llevo mucho tiempo fuera del país es que mi mirada sea diferente. Pero en mis últimos regresos he sentido que, por lo menos en Santiago, hay una violencia soterrada, una violencia del día a día. Se trata de una violencia que no existía hace tres décadas.
Al contrario, recuerdo que en dictadura había una solidaridad transversal de quienes deseaban algo mejor; recuerdo también que al comienzo de la democracia había solidaridad y esperanzas de una sociedad más hermanada y más justa.
Ya el Chile que dejé en 2001 era un país que se había entrampado en sus propias mentiras, en gobiernos de paja, que no hicieron nada por mejorar el modelo económico heredado, sino que lo siguieron incentivando, quizá porque durante esos diez años tuvieron las manos atadas por las fuerzas militares, quizá porque después de la caída del Muro de Berlín se pensó que ese modelo era el único posible, quizá simplemente por desidia.
La verdad, en todo caso, es que nunca ningún político hizo nada por cambiar el país heredado de Pinochet. Nunca nadie que ostentara poder deseó educación para el pueblo, ni salud, ni justicia. Habiendo dinero, ese dinero iba a parar a otros bolsillos.
Era como si se deseara un pueblo inculto, fácil de controlar, que bailara al ritmo del alcalde de turno: pan y circo, como siempre, que ocultaran políticas cortoplacistas que sólo les convenían ―y convienen― a los dueños del capital.
Durante la dictadura se añoraba recuperar lo público, que era sinónimo de aquello que pertenecía a todos: aceras y calles públicas sin baches, bibliotecas públicas donde cultivarse, centros culturales y sociales públicos, donde los creadores mostraran su obra y los ciudadanos, sus inquietudes, parques públicos para llevar a los hijos y a la novia, una vida que se hiciera en la calle, donde la calle fuera de todos y por eso, todos íbamos a cuidar. Se trataba de lugares en donde nos igualáramos y no islas comerciales estratificadas económicamente.
Pero se mantuvo lo privado, se exacerbó. Los gobiernos lo incentivaron, los municipios lo privilegiaron, las zonas degradadas de la dictadura se degradaron aún más y se criminalizó a las personas que allí vivían. No les llegó la educación, porque en educación también se incentivó la educación privada y subvencionada, a la que el pobre no accede. A ellos se les dejaron las migajas, pero nadie vive de migajas.
Por eso es normal que donde ellos viven, se genere delincuencia. Las fuerzas de orden se transformaron en vigilantes que guardan más lo privado que lo de todos, instalando retenes en los centros comerciales, desatendiendo las calles, los pasajes, los lugares donde vive la gente de a pie. Y los políticos, mientras tanto, se mantuvieron fuera de la realidad, residiendo en zonas donde la pobreza no llegaba.
Para muestra, un botón: hace poco tiempo me di cuenta de que los profesores en Chile ganan hoy, quince años después, lo mismo o menos de lo que yo ganaba, también como profesor, el año 2000. Y se considera normal. Pero todo lo demás ha subido de precio tres, cuatro, cinco veces. Eso sí, los ricos, los comerciantes, los políticos, ganan más que nunca. Y los pobres son más pobres que nunca y, además, se les culpa de su pobreza.
La sociedad ya no es solidaria, sino individualista y competitiva. Los escasos rincones donde hay dinero y trabajos dignos para cualquiera que tenga capacidad, son carnadas para personas que más parecen pirañas. El odio hacia el otro se respira en el ambiente.
¿Hay espacio para culpar a la dictadura de lo que se vive? La verdad es que llevamos veinticinco, veintiséis años de democracia. La dictadura duró diecisiete años. Ya no podemos seguir excusándonos en ella. Equivocarse durante más de dos décadas es mucho tiempo como para no darse cuenta, a no ser que no se haya tratado de un error, sino de una serie de prácticas políticas y económicas deseadas.
Echarle la culpa a Pinochet, en este marco, es ideal para quien quiere deslindar responsabilidades, para quien no quiere revelarse como inepto o maquiavélico, para quien no quiere reconocer que el modelo económico imperante en el país le ha venido bien a él, su familia, sus amigos.
Si no hay un cambio -y es urgente-, perderemos lo que nos queda, especialmente en las regiones: gente que sigue creyendo en la gente, que lucha por la gente y la gente lo agradece y lo festeja.
No, las políticas y prácticas degradantes que se han arrastrado en el período de recuperación democrática no se explican por la dictadura. Son obra y gracia de políticos ineptos, sostenedores de una violencia soterrada que se inculca –incluso- desde las aulas de colegios, liceos y universidades, desde centros laborales, gracias a una práctica política que desata la alas de lo privado, pero ata las del sector público, donde el concepto de hacer sociedad no existe.
Ha llegado el momento de que políticos como Michelle Bachelet, Sebastián Piñera, Ricardo Lagos pasen del discurso al cambio real, pero ¿ustedes creen que lo harán? No, nuevamente saldrá la dictadura a la palestra para tapar cheques, colegueos, corrupción. Qué más decir: me duele Chile.
(*) El autor es poeta y escritor chileno residente en Zaragoza, España. El año 2011 recibe el Premio Fundación Pablo Neruda, gracias a su trayectoria que -a la fecha- incluía los premios Villa de Leganés (por «Las metamorfosis de un animal sin paraíso», 2005) y Sor Juana Inés de la Cruz (por «NN», 2007). El año 2013 publica bajo el sello Alfaguara su novela «La fría piel de agosto».