Aunque mi viaje a La Araucanía a realizar talleres de música y rock para el Mineduc en la IX Región – junto a mi amigo y colega Pato Peronni- comenzó con una mala noticia, las cosas fueron estabilizándose poco a poco.
Al par de horas que llevábamos en bus, sonó el celular de Pato y nos enteramos de la muerte de Raúl -un colega y amigo guitarrista de nuestra generación- que había partido sorpresivamente, de un ataque al corazón, la noche de la final de la Copa Centenario. Dejaba cuatro hijos, que vivían con él, el mas pequeño de sólo once años.
La noticia nos dejó una incómoda sensación de precariedad y tristeza que nos acompañó durante todo el viaje. También cierta carencia de recursos, ya que estos trabajos no se pagan hasta que están finalizados: pasamos frío, la dieta diaria no fue de las más contundentes y hubo que levantar la escuela a puro tesón y esfuerzo.
Pero las cosas irían mudando. Encontrarse con un equipo ministerial jugado y de mucho empuje, bajo las directrices del Seremi Héctor Segura; con un jefe de gabinete como Jorge Jaramillo, rápido de movimientos y sincero; y con la gran María Angélica Flores, encargada de coordinar la relación con los colegios y varias cosas más que hubo que resolver, fue el aliciente que necesitábamos para ir al frente.
También contar con la hospitalidad de Omar, hermano de Pato, quien nos recibió en su casa de Villarrica, donde tuvimos gratas charlas acerca del estado actual de nuestro arte fue algo muy valioso. El fuego de un hogar acoge de muy distinta forma al de un hotel.
Y como suele ocurrir cuando uno es capaz de resistir el chaparrón, lueguito salió el sol (lo digo en sentido figurado porque el frío bajo cero no nos soltó) y comenzó a aparecer la magia.
El encuentro con los muchachos y muchachas, niños y niñas de los colegios – liceos y pequeñas escuelas rurales de la zona roja de La Araucanía -nos enfrentó a una realidad muy distinta a la de Santiago. Los muchachos poseían esa extraña mezcla de ingenuidad, talento y curiosidad de aprender. Una natural manifestación de creatividad y necesidad de expresión genuina. Eran luz en estado puro.
Hubo momentos muy emotivos, como el Liceo Indómito de Purén o la antigua escuelita Martin Alonqueo del General López (cuyo olor me recordó a mi primera Escuela No. 8 de Calle Larga), fueron destellos de un encuentro maravilloso con chicos y chicas, ávidos de conocer y viajar por otros mundos musicales.
Algunas veces tuve que aguantar las lágrimas de emoción, tanta sencillez, una modestia tan noble los rodeaba y un talento a raudales surgía de esas voces, de esos pulsos inexactos pero verdaderos, de esas letras que hablaban de la esencia del ser, de ser joven en estos tiempos, de amores y vivencias cotidianas.
La entrega de los profesores de cada escuela fue admirable y muy humana. Es como volver a vivir un Chile antiguo en el que cada esfuerzo cuesta y -por lo mismo- posee un valor único y se le valora. Una taza de té, un pan con queso, una cuerda de guitarra, una melodía, una sonrisa, un encuentro en mitad del invierno, en tierras extensas, dolorosas, exuberantes.
Escribo estas palabras en mi mesa de trabajo, desde el viejo barrio Centenario de Los Andes, con la felicidad del reencuentro con mi mujer y mis hijos. Espero haber dejado alguna semilla que fructifique con los años en alguno de estos niños y jóvenes de La Araucanía.
Para mí fue un viaje de los mas duros y lindos que recuerde en mi vida y cuando se apaguen mis días en esta Tierra, espero llevarme esas sonrisas conmigo, los abrazos del final, la luz de aquellos jóvenes músicos, chicos y chicas, y creer, aunque sea por un momento breve, antes de que todo se apague para siempre, que otro mundo mejor es posible y que parte de mí, de lo mejor de mí, seguirá cantando con ellos.
(*) El autor es músico chileno, autor de ocho discos desde el año 1982 entre los que destacan «Amor grisú» (1989), «Hotel Teillier» (2005) y «Los trenes de la noche» (2007). Ha sido monitor de las Escuelas de Rock desde su creación, el año 1996. Actualmente también se dedica a la labor de lutheria.