El tercer gobierno radical encabezado por Gabriel González Videla llega a La Moneda en noviembre de 1946 con el 40% de los votos, gracias al decidido apoyo del Partido Comunista.
Fue una ayuda clave que, al final, se sumó a la incapacidad de la derecha para ponerse de acuerdo, presentándose con dos candidatos que perdieron una gran oportunidad: el doctor Eduardo Cruz Coke (tío del ex ministro de Cultura, Luciano Cruz Coke) obtuvo el 30% y el abogado Fernando Alessandri (hijo del legendario Arturo Alessandri Palma) recibió el 28%.
Los gestos y las colaboraciones del PC con Videla en la campaña fueron permanentes y mutuos. Uno de ellos: la solicitud del partido al ya reconocido poeta Pablo Neruda para que le hiciera una loa al candidato, que se transformaría en el himno de la candidatura.
De Arica a Puerto Williams se escuchó el verso “Y el pueblo lo llama Gabriel”, en que el vate –convencido de que apoyaba la causa de su colectividad- escribió estrofas como “Desde la arena hasta la altura/ desde el salitre a la espesura/ el pueblo te llama Gabriel/ con sencillez y con dulzura/ como a un hermano, hermano fiel”.
Sin embargo, ni los tres ministros comunistas que por primera vez ocuparon cargos en la historia política nacional pudieron cambiar la escondida decisión que tenía “el hermano fiel”: separarse del PC apenas pudiera.
Puede decirse que la contingencia hizo el trabajo sucio: en 1948 se vivían los intensos comienzos de la Guerra Fría y el presidente chileno no titubeó en anunciar que la tercera guerra mundial entre Rusia y Estados Unidos era cosa de meses, por lo que había que actuar en consecuencia.
La dinámica clandestina
A partir de 1948, sin fineza ni elegancia mediante, González Videla proscribe al PC y lo persigue bajo el pretexto de detener los intentos de la URSS para desestabilizar los intereses estadounidenses en la región. “Chile debe colaborar con su poderoso vecino y cuando empiece la guerra estaremos con ellos”, dijo el mandatario.
Apresó a dirigentes y militantes, dinámica en la que aparecería por primera vez para los chilenos los tristes nombres de Pisagua y de un polémico uniformado. La pequeña caleta de pescadores situada a 1.900 kilómetros de Santiago fue ocupada como cárcel para los perseguidos comunistas, cuya responsabilidad militar estaba a cargo de un joven oficial llamado Augusto Pinochet.
A la sazón, Neruda era senador. Obviamente, asume una trinchera opositora y protagoniza su histórico discurso en sala llamado “Yo acuso”. En la sesión del 6 de enero de 1948, el poeta interpela directamente al presidente, luego de la represión a unos mineros en huelga en Lota que fueron llevados a Pisagua. Lo responsabiliza de entregar secretos militares de Chile a Estados Unidos y de atentar contra la libertad de opinión.
Neruda subraya: “Usted da un paso más en la desenfrenada persecución política que lo hará notable en la triste historia de este tiempo, iniciando una acción ante los Tribunales de Justicia pidiendo mi desafuero para que, desde este recinto, se deje de escuchar mi crítica a las medidas de represión que formarán el único recuerdo de su paso por la historia de Chile”.
El poeta subraya que “esta acusación es historia antigua. No hay país, no hay época en que mi caso no tenga ilustres y conocidos antecedentes. Los nombres de los que fueron acusados livianamente son nombres que hoy día todo el mundo respeta”.
González Videla no se detuvo y la justicia, finalmente, permite el desafuero. En simple eso significa que Neruda podía ir a la cárcel en forma inmediata. El presidente que había llegado al poder con los votos del Partido Comunista, no sólo le daba la espalda a la colectividad. También al autor que algún día le regalara los versos “Y entre todas las cosas puras/ no hay otra como este laurel/ el pueblo te llama Gabriel”.
La dirigencia de la colectividad política activa una rápida vida clandestina para el poeta, escondiéndolo en distintas casas de militantes o simpatizantes o, simplemente, amigos solidarios. En todas ellas, Neruda y su esposa en ese momento, la argentina Delia del Carril, nunca tuvieron una vida demasiado escondida, en todo caso: se reunían permanentemente con conocidos y el PC organizaba constantes encuentros.
La última casa en la que Neruda se esconde en esos largos casi trece meses de clandestinidad es en la del diplomático y periodista Luis Enrique Délano (padre del escritor Poli Délano), desde donde comienza a fragüarse la operación definitiva para sacarlo del país.
Mientras tanto, la justicia y la policía lo buscan por todos lados. Aunque en sus memorias, González Videla sostiene que nunca pensó realmente en detener al vate, la verdad es que antecedentes judiciales dan cuenta de más de sesenta allanamientos y diligencias policiales en su búsqueda.
El español Víctor Pey tuvo a su cargo la organización de la huida de Chile. Pey, cuya trayectoria en el popular diario de izquierda Clarín es de reconocida relevancia, había llegado al país gracias a Neruda, en el mítico viaje del barco “Winnipeg”.
Poesía como espada y pañuelo
Muchos explican la larga permanencia de Neruda en el PC debido a la cruda experiencia vivida en España. Allí, tras conocer el rico movimiento cultural de los artistas de la generación del 27, observa cómo tras la guerra civil y la posterior persecución de las fuerzas de Franco a los poetas y escritores con los que compartió y vivió, muchos terminan sus días en formas indignas.
El asesinato franquista de un amigo tan entrañable como Federico García Lorca entre corrales de cerdos fue para el Premio Nobel una herida abierta.
En sus memorias (“Confieso que he vivido”, Seix Barral, 1974), usa el sarcasmo para explicar su identificación con el martillo y la hoz. “Los comunistas tienen el pellejo curtido y el corazón templado. Por todas partes reciben palos. Palos exclusivos para ellos. Vivan los espiritistas, los monarquistas, los aberrantes, los criminales de varios grados. Vivan los conservadores que no se lavan los pies ideológicos desde hace quinientos años. Todo está bien. Todos son heroicos, menos los comunistas”.
Quizás por eso, para muchos su mejor poema se llamó “Winnipeg”. Lo primero que supieron de Chile los 2.050 españoles que Neruda pudo subir al barco con ese nombre el 4 de agosto de 1939 fue un hermoso cuadernillo de 24 páginas. En la última página se leía: “Republicanos, nuestro país os recibe con cordial acogida. Vuestro heroísmo y vuestra tragedia han conmovido a nuestro pueblo”.
Quienes pudieron finalmente formar parte de este grupo de privilegiados que escapaban de la guerra civil española, de los campos de concentración y del horror que se olfateaba por Europa con Hitler y Mussolinni, atesoraron el folleto como un verdadero rosario. Para muchos fue como un pedazo del alma que se les quedaba en su tierra natal, junto a la sangre de miles de caídos.
Cuando el Presidente Pedro Aguirre Cerda se contactó con el poeta y diplomático Pablo Neruda y le comunicó su interés de traer españoles refugiados a Chile, el premio Nobel no lo creyó. “Tráigame millares de españoles”, fue la orden perentoria. El vate, ya convencido, asumió lo que para él mismo sería “la más noble misión que he ejercido en mi vida”.
Claro, en ningún caso fue fácil. Debió sortear el ambiente hostil de los franceses con los españoles; de los propios refugiados entre sí, que buscaban argumentar todo con cuoteos políticos; y con los funcionarios chilenos en la embajada en París, quienes venían desde el gobierno de Alessandri y no compartían la idea llevar más “rojos” a Chile.
La llegada a Valparaíso fue apoteósica el domingo 3 de septiembre de 1939. Mauricio Amster y otros destacados artistas dibujaron durante el trayecto un enorme retrato del Presidente Aguirre Cerda, que se veía fácilmente desde una larga distancia. En la tarde se les condujo en tren a Santiago. “La gente nos tiraba flores, nos cantaban, nos quisieron de inmediato”, recuerda el destacado pintor José Balmes.
Para Neruda, la aventura de “salir a buscar caídos” significó una apertura artística y humana. “Me di cuenta –escribió en sus memorias- que desde el sur de la soledad me trasladaba hacia el norte que es el pueblo, el pueblo al cual mi humilde poesía quisiera servir de espada y de pañuelo, para secar el sudor de sus grandes dolores y para darle un arma en la lucha del pan”.
La política y la poesía, una luz radiante
La imagen de un Neruda de larga barba, vestido con ropas prestadas y raídas, cruzando a caballo la Cordillera de los Andes clandestinamente en febrero de 1949 por la zona de Futrono (Lago Ralco) hacia San Martín de Los Andes, originó una fuerte impresión en el mundo entero.
Sus fotos con esa apariencia de vagabundo, vitalmente necesaria para no ser reconocido, golpearon fuertemente en todo el orbe: se consideró una profunda vejación con un literato, con un senador, con un hombre de la altura que el poeta ya ostentaba en el mundo.
Sin embargo, lo más importante de toda esa travesía de unos 60 kilómetros no fue exactamente el hecho de que no lo hayan apresado y de que llegara a Argentina con vida. Entre sus cosas, llevaba una gran cantidad de páginas escritas bajo el mentiroso título de “Risas y lágrimas”, firmado por un aún más fabulesco Benigno Espinoza.
Las mentadas hojas eran los originales de “Canto general”, una obra poética monumental que, según los expertos, fue la balanza literaria que logró convencer al jurado sueco acerca de trascendencia lírica de Pablo Neruda. Era también la forma en que había descubierto unir su oficio artístico y su vocación social.
“Escribo estas rápidas líneas para mis memorias a sólo tres días de los hechos incalificables que llevaron a la muerte a mi gran compañero el presidente Allende”, anota Neruda en los últimos apuntes de sus memorias. Era septiembre de 1973 y Neruda estaba muy enfermo. Su muerte aún se investiga en los tribunales y sigue siendo un acto de rebeldía. Su propio funeral se transforma en el primer acto político post golpe.
A cincuenta años de su muerte, sus restos no descansan en paz. Siguen desparramando su poesía “como una luz radiante”, en búsqueda de la verdad.