A días de las elecciones presidenciales en Estados Unidos (noviembre 8), el panorama electoral del día a día se aprecia diferente a lo que muestran los medios de comunicación. La batalla eleccionaria que determina al o a la líder que, guste o no, rige importantes destinos del mundo, no parece tan álgida en las calles como se ve en los diarios o en la TV.
La propaganda en la vía pública se reduce simplemente al merchandising que se vende en los sectores más turísticos de cada ciudad, mientras organizaciones gubernamentales realizan una potente campaña para incentivar la votación en la población latina.
Los electores, en tanto, expresan sus ideas en sus entornos más cercanos, sin odio, sin violencia, a la altura de una democracia madura.
En las últimas semanas he tenido la oportunidad de visitar cinco estados del país (Washington DC, Maryland, Virginia, Florida, New Jersey y New York) y el panorama es bastante similar, pese a las diferencias sociales y culturales que se evidencian en cada uno de ellos: el ciudadano común, aquel que tiene derecho a voto y lo ejerce voluntariamente, se debate entre emociones e intereses.
¿A qué me refiero? A que por un lado quieren una figura presidencial certera, que vuelva a hacerlos creer, que recupere la economía y que equipare las oportunidades de crecimientos. Y, por otro, están cansados de promesas (los medios critican mucho, por ejemplo, el programa de salud conocido como “Obama Care”, que no ha logrado ser cien por ciento efectivo), la evasión de impuestos por parte de los indocumentados y la desequilibrada balanza que mide el pago de taxes (o impuestos) y que complica a las clases trabajadoras.
Se trata de puntos que encuentran eco tanto en inmigrantes latinos como en el americano conservador, quienes se quejan de la «injusticia» de «sostener la vida» de tantos a costa de su esfuerzo personal, de los malos elementos que trae al país la inmigración ilegal, principalmente por pasos terrestres, y que en muchos casos -obviamente, no en su totalidad- «sólo forman parte del tráfico de drogas y delincuencia», dicen.
Quienes así opinan, sienten un especial atractivo por el candidato republicano Donald Trump, pese a la extrema agresividad de su discurso y a tener claro que un líder tan impulsivo puede ser un riesgo en un país que influye directamente en el planeta.
La abanderada demócrata, Hillary Clinton, en tanto, cuenta con el apoyo de la gran mayoría de las mujeres, de un porcentaje relevante de los votantes de color y de muchos latinos que ven con temor que familiares o cercanos sean víctima de deportaciones masivas.
Así las cosas, lo que se aprecia en las calles de Estados Unidos es observar un empate técnico. A pesar de que los medios indiquen ya ciertas tendencias, lo que se aprecia en lo cotidiano es que la elección no está ganada por nadie. Por eso los candidatos no escatiman en promesas para arrancarle algún voto al oponente.
Estados Unidos enfrenta en estas elecciones una dura batalla entre el nacionalismo y la globalización, entre aquellos que buscan su bienestar personal, aislándose de los conflictos y problemas del mundo, y aquellos que sienten que el país, que se hizo grande gracias a la inmigración, tiene la misión natural de expandir la democracia y la igualdad de oportunidades más allá de sus fronteras, influyendo en el orden y el periplo que tome el mundo.
Donald Trump y Hillary Clinton son los rostros de un duelo sin tregua, cuyo resultado puede significar importantes ajustes a los caminos globales o a un sorprendente e inquietante nuevo orden internacional.
(*) La autora es periodista chilena, corresponsal en Estados Unidos.