Aunque la jornada del 8 de noviembre comenzó alegre y confiada para el mundo demócrata en Estados Unidos, y para la gradería progresista del mundo, al final del día parece estarse viviendo el verdadero comienzo de un nuevo siglo.
Frente a la sorpresa del progresismo, una revolución habla desde los diversos sistemas de votación con los que cuentan los estadounidenses y su compleja e incomprendida democracia indirecta. Una revolución que no se organizó en marchas por las calles, ni utilizó las redes sociales, ni siquiera requirió de ser verbalizada. Sólo le bastó el secreto de una urna electoral.
El triunfo de Trump no sólo deja un largo y variopinto cortejo de mitos rotos, sino que da una clara señal de que el mundo empieza a tejer otra historia.
Por lo pronto, queda más que claro a estas alturas que los medios de comunicación se ubican en el último lugar de las herramientas para buscar respuestas a las preguntas que expliquen qué pasa en un país. Lugar indecoroso en donde también se ubican –a la par- empresas de encuestas, analistas políticos y expertos con muchos diplomas.
La realidad ha vuelto a hablar y no es la que se ha equivocado. Ya pasó en el Reino Unido y el Brexit, en Colombia y el proceso de paz. Insistir en llorar sobre la leche derramada no sólo es una actitud que enfatiza el error cometido, sino que demuestra una inmadurez intelectual imperdonable.
Lo que se requiere es valentía para entender dónde está el error que impide ver la realidad. Mucha mediatización y, realmente, muy poca información. Mucho despliegue tecnológico, pero escasa dinámica investigativa.
El triunfo de Trump es un huracán blanco de orejas y cuello rojo, con poca educación, de entorno claramente rural, enemistado a muerte con la globalización. Esa misma que el mundo urbano disfruta a concho. Y, en algunos casos, sobregira.
¿Qué pasó, por ejemplo, con el tan promocionado voto latino? ¿50 millones de personas no pudieron darle un giro a una elección que gana el candidato que los trató peor? Claramente ese universo se diluyó y no debiera hablarse más de él. Es un voto puramente estadounidense. Piensa como estadounidense, lo de la raza latina y todo eso es sólo canción, parafernalia, reggeatón. No es voto.
El triunfo de Trump apabulla lo mediático, deja en vergüenza a las encuestas, las noticias, los análisis. Nadie supo entender que él sí llegaría a la Casa Blanca porque hablaba el mismo idioma de los que lo iban a votar.
Con la irrupción del magnate inmobiliario el lenguaje del «reality show» se apodera de la política. La dinámica del hacer y decir lo que quieras porque eso es “natural” y no «fingido». Eso acapara las pantallas, llama la atención del televidente, del elector de Trump. Habla dominando las serpientes diciendo lo que la audiencia quiere oír.
Y esa dinámica se fue convirtiendo en revolución. En una revolución silenciosa. Y ante los resultados finales, la tentación de todos es alegar contra el mensajero, contra la realidad. Pero la realidad no es la que se equivoca. Los porfiados hechos subrayan que los que no quieren ver son los que no observan ni entienden.
La tarea es para los medios, las encuestas, los analistas, los expertos con muchos diplomas. Para esas mentes urbanas que giran y sobregiran en la globalización. Un revolución ha hablado. La revolución de la realidad. Bienvenidos al verdadero comienzo de un nuevo siglo.