Es verano en Nueva York y el calor es agobiante. El letargo que genera el calor se palpa en la prosa que Francisco Díaz Klaussen le imprime a su novela «La hora más corta», historia que tiene como protagonistas a una joven pareja que vive en la Gran Manzana y que se desenvuelve en una tediosa cotidianidad.
Sin mayores motivaciones, los personajes tampoco logran encontrarse y cada uno vive una rutina al borde del sin sentido.
En ese contexto, mínimos detalles adquieren tintes de grandilocuencia, como la presencia de ratas en la casa o la vida de los vecinos, que son espiados tanto por el morbo de ver al otro como por una respuesta al aburrimiento. De pronto, la ventana pasa a ser una especie de TV que ofrece una tractiva programación en vivo.
Si bien «La hora más corta» es un trabajo breve de 122 páginas, posibles de leer rápidamente, lo cierto es que su propuesta no es tan somera. El relato revela una atmósfera pesada y decadente, que deja un halo de tristeza ante existencias un tanto vacías y completamente a la deriva.
Él es un hombre perturbado que está en un período de la vida aburrido, estancado, por lo que sus horas se centran en una constante búsqueda de la auto satisfacción, viviendo entre el presente y un mundo de ensueños, con algunos fantasmas sobre sus hombros.
Ella, en tanto, es una mujer sombría, que lleva años dependiendo de la pastillas y que vive un proceso parecido al de su pareja, en el que nada es realmente motivante. Ese mismo andar es el que pareciera hacerlos, paradójicamente, la pareja perfecta. Sin embargo, cada cual es tan ausente que parece inevitable que sus caminos se separen.
La trama trabaja también mucho en el tema del sexo, desde el cotidiano hasta el con ribetes más sórdidos. El autor lo presenta sin pudor ni sutilezas, dejando entrever la verdadera esencia de sus personajes, la intensa soledad en la que se encuentran y la total incapacidad de vinculación que demuestran, haciendo un guiño indirecto pero claro a uno de los rasgos más sombríos de la sociedad actual.