«Soñé con Luis»: El recuerdo que hace el músico chileno Rudy Wiedmaier de L.A.Spinetta, a cinco años de su muerte

(*) Rudy Wiedmaier

Soñé con Luis. Me ha ocurrido varias veces. Un psicólogo seguramente hablaría de la proyección de una carencia o algo así. Lo real frente a nuestros ojos no siempre lo es completamente, el espejismo de la vida, el misterio de la muerte una vez mas conjugados en un engañoso juego de espejos. Soñar con seres queridos fallecidos suele ser una manera de sentirlos vivos a nuestro lado. Me ocurre también con mi madre.

Soy músico, escribo poesía también, amo la canción como forma de arte y expresión del alma humana y sus laberintos. Escribo canciones desde los 15 años, tengo 53 de edad y 35 de carrera. No he conocido aquello que se conoce como éxito comercial.

En cambio, sí he logrado construir una obra propia en catorce discos, compartir con muchos músicos en cientos de escenarios y estudios de grabación, aprender de los más cercanos y talentosos. Aprender de la música, pero de algo más importante: a ser mejor persona.

Una de las noches a inicios de los 90, un jueves, yo tenía concierto con mi banda en el bar de rock La Batuta. El administrador no andaba de buena cara como era habitual cuando había poca gente, el ánimo no era de los mejores porque esa mala vibra se propagaba con facilidad. La noche no pintaba bien en términos de recaudación que, finalmente, es lo único que le interesa a los dueños de bares, salvo honrosas excepciones.

 

Yo me encontraba solo en el camarín, afinando mi guitarra cuando sentí ruidos, carreras y exclamaciones en el pasillo, de pronto entra el “Galva” uno de los dueños y administrador del boliche, muy alterado y me grita como una quinceañera: “ ¡¡Rudy, llegó Spinetta!!”.

Yo no entendía muy bien qué ocurría, mi amigo Gabriel del Carril, amigo del Flaco desde la época del disco “Bajo Belgrano” (1983), sin prometerme nada me había comentado que trataría de llevar a Luis a mi concierto, ya que él se encontraba en Chile para tocar el viernes en el Teatro California a algunas cuadras de La Batuta.

Me quedé solo nuevamente en el camarín y al instante siguiente entró Luis, me dio un abrazo muy sentido y como es costumbre argentina, un par de besos, uno en cada mejilla y me dijo: “Merde, merde ” (deseo de buena suerte en la jerga rockera y teatral) y luego salió, todo en menos de quince segundos. Yo quedé paralizado.

Es difícil de transmitir una vivencia así en palabras escritas. Para mí, fue como si Lennon tuviera un gesto de tanta generosidad y apoyo conmigo en circunstancias de que yo no era (ni soy) un músico “exitoso” en los términos que a la “industria” le interesa; mas bien, soy lo contrario.

Pero la sola presencia de Luis (que vino a mi concierto con toda su banda, menos “Mono” Fontana que, como me contó Luis al rato: “vos sabés cómo es el Mono, se quedó estudiando en el hotel”) hizo que todas las malas energías del lugar cambiaran, aparecieron las atenciones (cervezas, bebidas ) hacia nuestro camarín que poco rato antes habían sido negadas, las sonrisas abundaban y un aire renovado y luminoso se instaló esa noche.

No llegó mucha gente más a mi concierto (fue una noche “mala” en términos de negocio), pero es recordada hasta hoy por todos los que estuvimos allí como una de las noches legendarias de La Batuta.

 

En un largo reportaje del diario El Mercurio, años después, se retrató ese momento y el giro sorpresivo que tuvo, dos noches mas tarde, cuando Luis, sin cobrar un peso, llegó con dos camionetas con sus equipos y su banda completa a brindar un show inolvidable en el boliche aquél, el más cotizado del rock chileno en los años 80 y 90.

Recuerdo que al terminar el concierto nuestro ese jueves, Luis se acercó, muy cariñoso con todos nosotros. El tecladista de mi banda era Cristián Moraga -hijo de nuestro gran cantautor Hugo Moraga, de quince años por entonces- le recordó a Luis su hijo de la misma edad. Cristián se transformaría con los años en C-Funk con su exitoso grupo Los Tetas, grabando y compartiendo amistad con Dante Spinetta, hijo del Flaco, en una de esas sincronías maravillosas de la vida.

Esa noche de mi presentación Luis me dijo sobre el show: “Me encantó, loco, muy potente, muy eléctrico”. Yo lo invité a carretear un poco más con nosotros y él muy serio y -de paso- entregándome un regalo de lección de profesionalismo, me dijo: “No, loco, gracias, mañana toco, me voy a dormir”.

Rememoro aquellos instantes preciosos para mí para retratar algo de la noble persona que fue Luis Alberto Spinetta. Lo veo enfundado en su parka, con las manos en los bolsillos, sentado en un taburete a un costado de la subida de la escalera de La Batuta, escuchando nuestra música con una atención y respeto que muchas veces extraño en colegas chilenos.

Esa imagen de un tipo sencillo, lo más lejano a un rockstar, permanece en mí cómo un modelo ético y estético, la de un maestro que supo construir una obra grandiosa y, al mismo tiempo, seguir siendo el chico luminoso y piola, aquel de la vieja calle Arribeños, hogar de sus padres, donde surgiera Almendra en una época fundacional del rock argentino, del rock en español, días gloriosos de sueños, ideales y sonidos nuevos que llegaron para cambiar nuestras vidas de jóvenes latinoamericanos.

Pertenezco a la generación posterior a la de Spinetta, crecí en dictadura y sus canciones me llenaron de inspiración, fuerza y ganas de luchar. Si, ganas de vivir, de crear. Creo que muchos de los que admiramos su obra coincidimos en esto: las canciones de Spinetta te hacen bien, te entregan una energía que moviliza, que ilumina zonas deprimidas.

Es una música que te pone en movimiento, que actúa sobre zonas del alma que se conectan con la luz de la creatividad, generadora de vida. De ahí su poderosa influencia no sólo sobre músicos, sino que poetas, filósofos, pintores, cineastas, ingenieros, doctores, estudiantes, taxistas, gente sencilla del pueblo. Su legado es universal porque irradia sentido de existencia sobre las almas. Una canción del Flaco te puede cambiar el día, es así.

¿Y su poesía? Bueno, nos queda un legado que es como una monumental puerta aparte y que se nos ofrece en majestuosa accesibilidad. Sólo hay que dejarse llevar por la emoción. No hay nada que explicar (la recriminación habitual que algunos le hacían, que sus letras “no se entienden” ). Sólo hay que sentir. No hay nada que entender cuando se descorre el velo de la percepción.

Son los ojos y oídos del corazón los que deben recorrer y oír esos escritos, no los de la mente. Sólo así resonarán en plenitud dentro de nosotros. Una vez le escuché decir en un concierto, cuando todo el público, a gritos, le pedía uno y otro tema: “No pidan y se les concederá”.
Y su música es inmensa y variada. En ella hay rock, blues, jazz rock, tango, folclore argentino, música ciudadana y en los últimos discos, los toques justos de electrónica, sólo como subrayados contemporáneos a sus magníficas canciones de siempre. Basta ver el nivel de músicos con los que grabó y tocó en toda su carrera para distinguir un sendero de calidad y compromiso estético intransable.

El gran concierto de las bandas eternas -un corolario de excelencia y memoria, el honrado homenaje en vida que Luis se merecía- es un viaje por cuarenta años de creación inigualable. La profunda y valiosísima obra del Flaco en términos de calidad, se destaca también por su volumen: son más de cuarenta discos. Un prodigio de la creación artística. Una factoría humana y muy elevada para componer canciones, de abrir caminos para lo más noble del ser humano. Contra todos los males de este mundo.

 

Compartí con Luis en otras ocasiones, siempre amable, preocupado por uno y discreto. Le regalé mis discos en los que musicalicé la obra poética de aquel otro gran iluminado, nuestro poeta Jorge Teillier. Teloneé su concierto en el Teatro Municipal de Viña del Mar el año 2005, oportunidad en la que tuvo gestos de mucho cariño conmigo y mi hijo de nueve años, como pedir a la producción del show un abundante catering para nosotros o prestarme sus cables para tocar.

La última vez que lo vi fue a la entrada del Teatro Nescafé de las Artes, en octubre o noviembre del 2011. Fui a saludarlo, fue amable como siempre, lo noté algo ausente, eso sí. Él ya sabía – supongo – de su condición de salud. No me pude quedar al show, debía cuidar a mi hija pequeña.

Sin embargo, mi hijo Manuel, el mismo del viaje a Viña, ahora de quince años y ya tocando guitarra, no sólo disfrutó del concierto de esa noche -sin saber todos nosotros que sería el último de nuestro Flaco querido – sino que compartió con él en camarines. Le regalaron una uñeta y el listado de temas, que conservo como un tesoro.

 

Escribo estas líneas escuchando “Iris” esa maravilla de canción del disco póstumo “Los amigo”. No puedo dejar de llorar aún. Recuerdo que la tarde que me enteré de su muerte –el 8 de febrero de 2012- me encontraba con mi amigo audiovisualista “Nigger” Soto en el depa de sus viejos, que estaban de vacaciones, en Pudahuel. El día anterior mi hijo había partido a Barcelona a vivir.

Estábamos haciendo un asadito. De pronto sonó mi celular y la voz de un amigo me dijo: “Rudy, murió el Flaco”. Salí al patio común, el sol de la media tarde de verano me golpeaba ferozmente, me quedé paralizado mirando los bloques que comenzaron a cambiar de forma, a medida que las lágrimas inundaban mis ojos.

Lloré en silencio, como para adentro, ese llanto ahogado que nos toca vivir en esta vida, pues sabía que una parte muy poderosa y profunda de mi ser -y de muchos de nosotros de nuestra generación y de otras- moría también esa tarde calurosa, triste como pocas. Y cuando escucho en ocasiones ese tema de Pescado Rabioso “Niño condenado” en el que un verso dice “Niño condenado por el diablo de febrero” no puedo dejar de pensar que, en su mágica poesía, Luis anticipó esa tarde.

 

Sin embargo, frente a la tristeza y los descalabros y el horror del mundo actual, surge una vez más, como una montaña que señala el camino a casa, la obra lumínica e inspiradora que Luis dejó, su sentido del humor certero, su humanidad franca, cercana, sus señales escondidas en sus poemas, sus acordes extraños y bellos como en un juego de abalorios y búsqueda para iniciados.

Es un legado de amor y vida. Y eso -lo veo en todos los músicos jóvenes que lo recuerdan, quieren y cantan sus canciones- se propaga a la velocidad de la luz y del corazón generoso. Y esto -“Luigi” querido, permíteme decírtelo a través del espejo de este sueño del que acabo de despertar- es sólo el comienzo de un gran amor que, inevitablemente, cambiará las cosas para bien.

(*) Con casi una decena de trabajos en su discografía esencial, Rudy Wiedmaier es un reconocido artista surgido en los años 80. En la década de los 90 desarrolla un sonido electrónico con espíritu de Canto Nuevo. Ha versionado al poeta chileno Jorge Teillier y prepara nuevo disco para este año.

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