La penúltima edición en papel de la revista Cultura y Tendencias no deja de hacer noticia de tanto en tanto. Se trata de la número 20. En ella, el periodista Lino Solís de Ovando (bajo la otredad del nombre Andrés Rosso) publicó una intensa, pero muy agradable conversación in situ con el escritor argentino Abelardo Castillo.
Cuentista, dramaturgo, novelista y poeta, Castillo formó en su propia casa bonaerense -ahí hasta donde pudo llegar CyT– a varias generaciones de escritores y lectores con sus sorprendentes talleres literarios. Fue también un gestor de inolvidables revistas culturales como El Escarabajo de Oro y El Ornitorrinco.
A los 82 años, en la madrugada del martes 02 de mayo, Abelardo Castillo tomó -al fin- el viaje eterno. Deja una estela que no debe perderse. Con humildad, sin aspavientos, con la intensidad del fogonero, ofrece un rastro literario que vale la pena cultivar.
En Cultura y Tendencias nuestro único homenaje posible es recordarlo tal como pasó por nuestras páginas.
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Calle Hipólito Irigoyen, en la ciudad capital de Argentina. Una casa de dos pisos, con la columna vertebral de mármol, por la que desciende Abelardo Castillo, ese ogro escritor del que todos cuentan historias de temer. Tiene los ojos achinados, un bigote a lo Fu Man Chu.
Invita a sentarse y luego de estar frente a frente, su mirada insiste en caminar por el piso de parquet, incapaz de detenerse con decisión sobre los ojos de su interlocutor.
Los devaneos de la mirada hacen recordar su propia reflexión, aparecida en “Ser escritor’’ (Perfil Libros, 1997): “El único lugar donde se comunica un hombre que escribe es en sus libros y son sus personajes quienes hablan por él. Los escritores, en general, son grandes tímidos. Tal vez porque saben que los sentimientos más profundos sólo pueden manifestarse con palabras triviales’’.
Aunque aún no entra en confianza, se siente que los excesos de este “gigante egoísta” no dejarán verse en la tarde que sirve de entorno para el encuentro, cuando las nubes de Baires ya son parte de la noche anterior, el aire refresca afuera y la escritora Sylvia Iparaguirre, su esposa de blondos cabellos, aparece en escena, dejando claro que la salvación está en encontrarse una tímida a la medida.
Abelardo Castillo (1935), nacido en San Pedro, provincia de Buenos Aires, escribe como siempre: haciendo día la noche. Trabaja en una nueva novela que, como ha sido habitual en su vida, lo dejará contento a medias: “Nadie escribió nunca un libro. Sólo se escriben borradores. Un gran escritor es el que escribe el borrador más hermoso’’, comenta.
Y vaya que sus borradores lo han sido. Comenzando por “Las otras puertas’’ (Premio Casa de las Américas, 1960), el libro de cuentos con el que se consagró con la crítica argentina, la que siempre destaca que Castillo es uno de los dos escritores vivos más descollantes, junto a Juan José Saer.
De sus novelas, dos se constituyen en esenciales: “El que tiene sed’’ (1985) y “Crónica de un iniciado’’ (1991), en la que su alter ego Esteban Espósito intenta canjear su vida por la literatura.
En ensayo cabe anotar su iluminador libro “Las palabras y los días’’ y en teatro las no menores obras “Israfel’’ y “El otro Judas’’.
Pero pese a todos los reconocimientos de la crítica (Premio Municipal de Novela, Premio Internacional de Autores Contemporáneos, Premio Konex de Platino y Nacional de Literatura, entre muchos otros), y de su gran legión de lectores, Castillo sigue comentándole a su fiel pipa, con la que juega con sus peludas manos, que él sólo es un aprendiz, que seguirá aborreciendo de los que se consideran profesionales de la literatura.
Ese sello de humildad y de ética creadora es la primera lección con la que se encuentran los noveles escritores que deciden ingresar a la escuela Castillo (del cual han salido creadores de la talla de Juan Forn y Marcelo Caruso), una mesa que juega a crear el mundo hasta altas horas de la noche, que discute y ríe como si no hubiera más certezas de que una historia puede salvar al mundo. Porque como lo dice el mismo literato, “un escritor es, tal vez, un hombre que establece su lugar en la utopía’’.
Los que llegan a tu taller son jóvenes. Lo más probable es que sean autocomplacientes con sus primeros trabajos. ¿Cómo manejas la decepción?
– Prefiero a los que no han pasado por otros talleres. Y si han estado, les digo de inmediato que se olviden de lo que vieron. Hay que partir de cero. Porque de lo contrario, se crea una discusión que es abstracta. Si tú tienes un taller y vos le dijiste que tal cuento es malo y yo digo después que es bueno, ya no se discutirá más del cuento, sino que los que comienzan a discutir somos vos y yo.
Luego, lo primero que les doy a leer son “Las cartas a un joven poeta’’, donde Rilke dice “no le preguntes más a nadie cómo son tus textos”. Y donde aparece esa frase que fue fundamental para mí en la preadolescencia: “En la hora más profunda de su noche, pregúntese si debe escribir. Si la respuesta es sí, entonces siga adelante’’.
¿Dónde queda la técnica? ¿Es un punto a tratar en tu taller?
– Sylvia se encarga de ese tema. Les hace leer varias novelas que luego se discuten desde el lugar que quiera. Si alguien estudia psicología, bueno, que me diga cómo serían Madame Bovary y Ana Karenina si fueran a su consultorio, qué clase de patología sufrirían. Si a alguien le gusta la arquitectura, que comente las descripciones de la Casa Usher, de Poe.
Al mismo tiempo, que logren saber por qué Balzac describía a sus personajes del modo en que lo hacía. Porque quería representar una clase, una cultura; una cantidad de cosas que hoy no significan nada. Los pobres y ricos se visten igual, por ejemplo. Por lo tanto hoy hay es más útil describir la posición de un pie, como se tira el pelo hacia atrás, etcétera.
¿Mantienes el equilibrio entre las mujeres y hombres que conforman tu taller? Lo pregunto debido al antiguo tema de la defensa de la literatura femenina.
– Me da lo mismo. Es cierto que las mujeres repararán en cosas que los hombres no, pero uno debería leer un texto sin género. La literatura es buena o mala. El húngaro, redescubierto, Sandor Maray, escribió “La herencia de Esther’’, que está narrada por una mujer. Si tú no sabes que la escribió un hombre, pensarías perfectamente que la escribió una mujer. Vale decir, que la literatura no tiene sexo. Si no, no existiría el teatro.
Se te conoce más como cuentista que como novelista, dramaturgo o ensayista. ¿Es necesario que los que vienen a tu taller tengan claro a qué género abocarán todos sus esfuerzos?
– Así como no creo en el sexo de la literatura, como tampoco en lo moral o inmoral de un texto, no creo demasiado en los géneros, en cuanto al proyecto esencial de un escritor. Escribo lo que puedo y no lo que quiero. Porque hay historias, temas, que nacen con la forma ya puesta. Se te ocurre una historia y es un cuento; muy difícilmente sería una novela. O determinada situación y sientes que es un poema.
Es cierto que hay escritores de género, como Neruda, quien prácticamente no sabía escribir en prosa, pero hay otros que se pasean por diversos géneros con cierta calidad. Sin embargo, en el taller paso lo que es un cuento, pero después les digo que lo olviden.
¿Cómo controlas el ego de estos jóvenes? A tu juicio, ¿cuándo deben considerarse escritores?
– Les recomiendo que se sientan escritores lo más pronto posible. Vale decir, que acepten que son escritores sin caer en la locura. Porque una cosa es creerse escritor y otra un gran escritor. Lo importante es que acepten la literatura como destino. Sin embargo, te diría que luego de las conversaciones que tengo con ellos, antes del taller, es normal encontrar que el noventa por ciento ya se considera escritor.
¿Aunque no hayan publicado?
– Por supuesto. Hay de todo. Este taller es más un coloquio entre pares, que una academia. Lo que a mí me importa es que el que no ha publicado nada, se sienta igual escritor. Y que el que sí ha publicado, entienda que ser escritor no significa nada. Muchas veces lo he dicho: yo no me autocalifico como escritor, simplemente soy un hombre que, además, escribo.
Es decir, vivo, tengo problemas, pago cuentas, me interesa la política. Nunca me pondré el giro escritor profesional. Detesto esa definición. Creo que un abogado es un profesional, un farmacéutico o un médico. Pero un escritor siempre será un amateur.
Eso no significa que no sirva la disciplina…
– No, por supuesto. Debería estar presente, aunque lo curioso es que los escritores que tienen más talento, suelen ser muy indisciplinados. Rehuyen la escritura, escriben sólo cuando tienen ganas. Por eso hay que sugerirles que se hagan de una disciplina, que puede ser personal. Como escribir de noche. O en la mañana, como Liliana Hecker (con la que Castillo formó la revista “El escarabajo de Oro’’, junto a Vicente Battista y Bernardo Jobson), quien todavía se levanta a las siete de la mañana. Yo del sólo hecho de pensar que me tengo que levantar a esa hora, me inhibe no sólo las ganas de escribir, sino las de vivir, por el hecho de que suele ser la hora en que decido acostarme.
Hay una anécdota de Pío Baroja, en la que se cuenta que alguien pasa por el lado de su escritorio y le pregunta “¿Escribiendo, Don Pío?’’, y él responde, “No, descansando’’. Luego pasa el mismo tipo y le vuelve a preguntar: “¿Descansando, Don Pío?’’, y él responde, “No, escribiendo’’. Estaba escribiendo hacia adentro, el típico comportamiento del escritor que rehúye de la escritura.
¿La autoreferencia te molesta? ¿Sugieres dejarla de lado?
– La autoreferencia es independiente de la calidad de un texto. Si tuviéramos que sacarla de la literatura, estaríamos quitando una considerable parte de la literatura. Por ejemplo, toda la obra de Tolstoi, aunque no se note por su estructura. ¿Qué quedaría de Henry Miller? Una de las mejores novelas de todos los tiempos, “En busca del tiempo perdido’’, es autoreferente.
Sin embargo, hay autores que recomiendan la distancia afectiva con los hechos que se quieren narrar. Dejar pasar un tiempo. ¿La autorreferencia de los jóvenes no contradice ese consejo?
– Casi todos los escritores lo han dicho. Pero eso no quiere decir que no uses tu vida. Yo he escrito unos sesenta cuentos publicados y muy pocos son autoreferenciales. Sin embargo, tengo una novela, “El que tiene sed’’, que parece muy autobiográfica, porque yo fui alcohólico y técnicamente lo sigo siendo, aunque no beba. Para mí el yo es un punto de vista que te permite mentir mucho más. Porque cuando el autor dice yo, provoca de inmediato que el lector crea que esa experiencia le pasó al autor.
Te diría que el famoso “yo” de Henry Miller es setenta por ciento invención pura. Si Miller hubiera vivido como dice en sus libros que vivió, no habría tenido tiempo para escribir. Se lo habría pasado en la cama. Pero por otra parte, creo que toda la literatura es autobiográfica. Porque es tu autobiografía espiritual o real. En la literatura de Borges, que parece tan distanciada de su vida, está él de punta a punta. Hablar con Borges o leer ciertos cuentos suyos es la misma cosa.
¿Cuánto importa la valentía del escritor?
– Creo en el escritor comprometido y no en la literatura comprometida. Todos tenemos a priori una idea del mundo, que se sentirá en el texto, pero el primer compromiso es la valentía con que se compromete con la idea, más allá de que sea un cuento fantástico o realista.
Hay una tendencia muy norteamericana de insertar marcas en los textos, ¿qué te parece?
– La detesto. A veces significa inhabilidad para describir aquello que el autor quiere significar a través de la marca. Si tuviéramos que leer a Kenzaburo Oé o a Mishima a través de las marcas japonesas, no entenderíamos nada. Creo que es un falso realismo.
Actualmente se está hablando mucho de los autores para escritores, como se decía de Faulkner, Onetti. ¿Qué opinión tienes de ese resurgimiento?
– Creo que la literatura puede ser muy “culturosa”. Pero a mí no me interesa escribir para escritores, ni para profesores. Menos para profesores. Sí para la gente. Para mí la literatura debe contarme historias. No creo en la literatura que habla de literatura.
Esto de que la literatura hable de sí misma, ¿no pasará por creer que el escritor es más importante que ser carnicero o taxista?
– Es probable. Lamentablemente, un libro para muchos escritores no es una cosa sustantiva, que pertenece al ser. Sino que es un adjetivo. Dicen: “Escribí una novela y soy novelista’’. Como si dijeran soy libro, soy alto, soy sincero.
Finalmente, Abelardo. Luego de tantos años unidos con Sylvia Iparaguirre, ¿consideras que encontrar a un par es la manera más segura del amor para un escritor?
– No sé si la más segura. Pero da la impresión de ser bastante perdurable. Los escritores tienen tendencia a durar bastante y, en algunos casos, a llevarse muy bien. Esa unión nos permite hablar tu propio tema. De ahí que también tus principales amigos sean escritores, aunque para mí ellos son esencialmente mis amigos y luego escritores.