The Doors, la banda que remeció los prejuicios morales

La breve producción de discos de la banda estadounidense The Doors (básicamente entre 1967 y 1971) no fue un obstáculo para que la potencia de su propuesta remeciera los cimientos de un “establishment” que se caía a pedazos y que encontró un patético final en la triste y traumática presencia norteamericana en Vietnam.

El cuarteto, con Jim Morrison en la manilla, abrió las puertas mentales de una nación constreñida y extrañamente permisiva a la locura de un conflicto tan críptico y lejano como absurdo, facilitando la catarsis de toda una generación que debió sufrir el triste apogeo de esa primera y gran derrota moral de una nación educada y convencida de su superioridad planetaria.

La desesperanza alcanzó su apogeo en frases como “jinetes sobre la tormenta/ a este mundo nos han lanzado/ como a un perro sin su hueso (…) este es el final, amigo/ nunca más miraré tus ojos de nuevo” (“The end”).

La lujuria, como cínico lubricante de un odioso doble estándar, tampoco estuvo ausente en las letras de Morrison: “¡Enrolla tu pelo alrededor de mi cuello/y mis manos sobre tu piel!” (“Gloria”). Y más aún, cómo no, la rabia: “¡¡Queremos el mundo/ y lo queremos ahora!!” (“When the music is over”).

Para muchos, la inclusión de las estrofas de “The end” en el comienzo de la estremecedora película de Francis Ford Copolla “Apocalipsis now” (1979), constituyen un encendido cóctel que ayuda a entender la profundidad de la influencia de The Doors y Jim Morrison en el inconsciente colectivo estadounidense.

Morrison fue el epicentro de un movimiento telúrico de marca mayor. Su poder cautivador fue tal, que injustamente opacó la sincopada batería de John Densmore, la estilística guitarra de Robby Krieger y los inolvidables y acrobáticos teclados de Ray Manzareck. Cada uno de ellos, sin embargo, entendió las circunstancias. Hasta hoy, no dudan en recordarlo como “un genio”.

Morrison fue un personaje tan paradojal, poético, explosivo y sensible hasta el exceso, como animal, lujurioso y ególatra. Un Rimbaud de los 60.

Desde la primaria escribió textos y ya en secundaria leía a Franz Kafka, Friederick Nietzsche y a William Blake, de quien subrayaron un verso clave: «If the doors of perception were cleansed, every thing would appear to man as it is: infinite» (“Si las puertas de la percepción fueran depuradas, todo aparecería ante el hombre tal cual es: infinito”), concepto que también daba título al libro de Aldous Huxley, “Las puertas de la percepción (1954) en el que se desarrolla un profundo ensayo sobre las drogas alucinógenas.

Para la banda, The doors fue un nombre que vino como anillo al dedo.

Sus letras siempre fueron extensas para las melodías, pero sus ágiles compañeros las complementaron siempre con las notas precisas, creando las atmósferas justas para la voz del líder, que aún ahora remece.

 

Morrison nunca dejó de improvisar sobre sus propias canciones en los recitales, naciendo siempre nuevos y catárticos poemas que provocaban la admiración de un numeroso e incondicional público, desde sus primeras presentaciones en el pub “Whisky a go go” en el Sunset Boulevard de Los Ángeles, cuando la historia de este cuarteto comenzaba en el año 1965.

Rápidamente se convirtieron en la-banda-que-tenías-que-ver y Morrison se transformó en un rey. “El Rey Lagarto”, como le decían, pues siempre buscó el sol de la trascendencia, en medio de un árido desierto de mediocridad.

Sólo alguien como él pudo agregar en el citado tema “The end” las frases más duras que se han pronunciado en el rock: “¿Padre? ¡Quiero matarte!… ¿Madre? ¡Quiero cogerte!…”. Es, lejos, la metáfora más cruda jamás cantada en torno al abandono de la niñez y la entrada al mundo “adulto”, en donde –según Morrison- “las caretas y las mentiras deben aprenderse como un extraño juego de sobrevivencia”.

Pero una vida a mil, atraída por todos los placeres y en donde las drogas y el alcohol se prodigaban como multiplicaciones bíblicas, llevó a Morrison a tensar de tal manera la cuerda de los extremos, que ya no hubo quien saliera a su defensa.

 

En uno de tantos recitales en los que la polémica y el desorden ardieron, el vocalista increpó en Miami en 1969 a los asistentes por ser “borregos del ganado”, simples “ovejas” que se entregaban a las rígidas pautas sociales y “serviles presas” del sistema. “Esto es lo que deben hacer –dijo, mientras se bajó el cierre de su envolvente pantalón de cuero: “¡Sáquenlo y menéenlo!”.

Obviamente, esa actitud exhibicionista originó un escándalo de proporciones, la policía detuvo al cantante por “ofensas a la moral”, estuvo preso y fue juzgado. Para muchos, el comienzo del fin para Morrison, en un país en el que la paranoia se instalaba a fuerza de crímenes tan traumáticos como los del candidato Robert Kennedy o del líder espiritual negro Martin Luther King.

El alcoholismo en el que cayó Morrison posteriormente originó la insalvable confusión de su atribulada alma que –cual místico Condorito- siempre le exijió al mundo una explicación. En medio de las botellas de diversos licores, su inconformismo y su genialidad se perdieron en una fatal mezcla.

 

En 1971, luego de exitosísimos álbumes (entre los cuales resuenan “The Doors”, “Strange days”, “Waiting for the sun”, “A american prayer”, “L.A. woman” y “Soft parade”), Morrison decidió tomar distancia del grupo. Se marchó a París junto a su pareja, pero las cosas no mejoraron.

El otrora poeta que publicaba libros y discos, en la Ciudad Luz fue una sombra de sí mismo. Murió en su tina de baño un 3 de julio de 1971 y nunca se ha sabido exactamente el motivo de su deceso.

La causa oficial habla de una insuficiencia cardíaca, pero ni el exceso de drogas ni el suicidio han podido descartarse del todo. Forma parte así del mito del “grupo de los 27”, esos rockeros que han acabado sus vidas a la señalada edad, como Jimmi Hendrix, Janis Joplin y nuestro contemporáneo e inolvidable Kurt Cobain.

Así, la vida de The Doors se centra injustamente en la atractiva y pasional personalidad de su líder, fielmente retratada en otro gran filme, “The Doors” (1991), de Oliver Stone.

La película indaga –sin entregar miradas definitivas- en torno a los motivos por los que el grupo generó tanto impacto y cómo los recovecos que Morrison cruza son los que, a regañadientes, debe pasar el espíritu de los jóvenes en un país que busca torpemente convertirse en adulto y en líder de la manada.

A cincuenta años de los inicios de esta mítica e icónica banda, los números también son una forma de entender su importancia: más de 100 millones de discos vendidos en el mundo, de los cuales más de 30 millones sólo se han comercializado en Estados Unidos. En 1993 fueron incluidos en el Salón de la Fama del Rock and Roll.

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