Teresa Wilms Montt (1893-1921) es una mujer de origen aristocrático que busca desarrollarse como escritora e intelectual, en una época equivocada y que no le pertenece. Hacerlo le significa perder a sus hijas y su vida.
Nace en cuna de oro, con una perfecta belleza física. Es la segunda de cinco hermanas. Desde pequeña da cuenta de una personalidad distinta lo que, para su tiempo, se considera rebelde.
Se casa a los diecisiete años, sin la aprobación de sus padres, con Gustavo Balmaceda, emparentado con el ex-Presidente de la República José Manuel Balmaceda.
Todo va bien en el matrimonio, pero cuando Teresa comienza a ser conocida en el ambiente bohemio de la literatura, su esposo se muestra profundamente ofendido y la paz familiar llega a su fin.
Teresa deja la vida intelectual nocturna, pero eso no significa que deje de crear y de escribir. El problema es que Gustavo resulta ser su peor crítico. No pierde oportunidad de reirse de las creaciones de su esposa, generándole una fuerte depresión y una gran baja en su nivel literario.
Esposa y vergüenza
Progresivamente, la escritora se transforma en un problema vergonzoso para su marido y para ambas familias. No es la típica esposa chilena de la época. Por el contrario, rompe todos los esquemas y Gustavo, cansado del comportamiento «rebelde» y «extraño» de su mujer, decide internarla en un convento.
Con el apoyo de los padres de Teresa, la joven escritora es enviada al Convento Preciosa Sangre que -hasta hoy- se encuentra en la Plaza Brasil, en el centro de Santiago.
En el lugar conviven mujeres trastornadas y enfermas, con otras que son enclaustradas por sus familias, sin tener algún trastorno mental. Están ahí porque constituyen una «molestia» para sus seres queridos.
Sola y triste, Teresa debe enfrentar duros momentos alejada de sus dos pequeñas hijas, Elisa y Sylvia. Las depresiones se hacen constantes y de larga duración.
A pesar de lo terrible del lugar, su Diario Íntimo comienza a tomar forma y letras: «Privada de libertad para hacer valer mis derechos, con las manos atadas (…) soy un pobre resto de algo que se hundió». El suicidio no es algo lejano.
El período encerrada en el convento es siniestro y está decidida a escapar. Con la ayuda de su amigo Vicente Huidobro, el poeta fundador del creacionismo, huye del país. «Estoy resuelta a ganarme la vida como mujer, sin mancharme, y a conquistar un nombre, ya que dejaré el mío», se desafia. «Será horroroso partir sin mis hijas, pero no creo ser digna de ellas y no podría tenerlas a mi lado jamás», apunta en su Diario.
Su destino, Buenos Aires. Su nombre, Thérése Wilms Montt. En la capital trasandina, la escritora se abre paso entre los intelectuales y, por supuesto, no pasa desapercibida por su belleza primero y después por su inteligencia. Enrique Larreta comenta en la prensa de la época que «Teresita tiene la desgracia gloriosa de no pasar inadvertida».
Otros rumbos, más sin sabores
En un breve plazo no sólo es conocida, sino que es muy querida. «Era la niña de moda», sentencia el cronista chileno Joaquín Edwards Bello. Para sobrevivir, la Wilms hace clases de idiomas y trabaja como periodista en la prestigiosa revista Nosotros. A pesar de las dificultades, publica su primer libro Inquietudes Sentimentales en 1917, el que se vende con gran éxito. Lo mismo sucede con su segunda obra ese año, Los Tres Cantos.
No cabe duda, ese es su habitat. Pero pronto siente que Buenos Aires no la llena. En su búsqueda de nuevos horizontes decide emigrar a Europa. Es la época de la Primera Guerra Mundial y se une como voluntaria a la Cruz Roja del Frente Aliado.
Compra un boleto en el barco «Vestris» cuya única escala es Nueva York. «¿Mañana será el fin o el principio de una etapa?», se pregunta en su Diario. El viaje es largo, la soledad la deprime y le sobreviene una nueva crisis.
«Sin ser notada subí al puente. Allí, frente al cielo purísimo, eché la cabeza en los brazos desnudos y rompí a llorar…Después de unos instantes de serena locura, llamé a la muerte…Sus ojos negros, perforadores y atrayentes, abrieron a mis pies la ancha cuesta del vacío…Dos brazos vigorososo me detuvieron. Alguien me había seguido cautelosamente y, exponiéndose a caer conmigo, luchó al borde del abismo», cuenta con descarnada honestidad en las hojas de su Diario. Es su segundo intento de suicidio. Esta vez, un joven argentino le salva la vida.
Al llegar al puerto de Nueva York, Teresa enfrenta problemas con las autoridades y la acusan de ser espía alemana. No logran entender que viniendo de un país con gente morena, más o menos de estatura media, tenga apellido germano, que sea casada pero que viaje sin su marido, que sea escritora y que, más encima, sea voluntaria de la Cruz Roja.
Todo les resulta muy extraño. Se solicitan antecedentes a Buenos Aires y permanece presa en el «Vestris» varios días. Luego se le permite continuar hacia España, en donde vive en paupérrimas condiciones.
De a poco se gana un sitio en el ambiente intelectual. Su belleza también es motivo de comentarios. «Los que la ven pasar, esbelta y rítmica, con sus pelos cortados y su bastoncillo insolente se preguntan si es una bailarina de bailes rusos o una parisiense fantástica o una norteamericana tan millonaria que para sus ojos han comprado las dos esmeraldas más puras que hay en el mundo«, relata Enrique Gómez-Carrillo en el diario El Liberal, quien se hace amigo y profundo admirador de la chilena.
Es en los cafés, lugar en que la flor y nata del pensamiento literario se reúne y hace real bohemia, en donde Teresa conoce lo mejor de la intelectualidad madrileña. También se relaciona con los chilenos Joaquín Edwards Bello, Augusto D’halmar y su amigo Vicente Huidobro.
Mujer con voz propia
Con su nuevo nombre, Thérése de la Cruz, vive largas noches de bohemia, poesía, piropos y camaradería de trasnoche, con las consecuencias propias del machismo.
«Esta mujer que lleva a cuestas la maldición de su belleza no es sino una escritora, una gran escritora que si fuese hombre y tuviese barbas formaría parte de todas las academias y llevaría todas las condecoraciones…Sólo que, ¡ay!, es una mujer y es lo más bonito de las mujeres«, sentencia Gómez-Carrillo.
Responde de esa manera al sarcástico comentario que de Teresa hace otro escritor, Gómez de la Serna, quien en un artículo periodístico señala que la escritora chilena «patinaba y decía cosas vagas y simples como collares búlgaros» Su opinión de las mujeres no es mejor: «Nunca pueden hablar en voz baja, definitivamente no saben. Denuncian lo que se habla, lo que les dice el hombre con esa voz pastosa y borrosa que se oye, pero que no se entiende. El hombre, mucho más discreto, sabe emplear el moscardoneo«.
Teresa en Madrid prepara un nuevo libro que titula «En la quietud del mármol», publicado en 1918 como Thérése Wilms Montt. La característica principal de esta obra es lo macabro y la permanente reiteración de la muerte.
En el mismo año publica «Anuarí», bajo la firma de Teresa de la Cruz, en que recuerda a un amor argentino que se suicida por ella, por lo que siente gran culpa. Anuarí es más joven y su verdadero nombre es Horacio.
«¡Anuarí, Anuarí!…Si fuera posible resucitarte daría yo hasta mi conciencia por sentirte reir con esa risa de cascada de plata…¡Anuarí, resucita!…Vuelve a la tibia cuna de mis brazos, donde te cantaré hasta convertirme en una sola nota que encierre tu nombre», confiesa sin escondida pasión en su libro.
A pesar de todo, la escritora no encuentra en Madrid esa magia que necesita y decide volver a Buenos Aires para saber algo de su hijas. «Amo el país en que nací con toda mi alma porque es »beio» y nada más», cuenta Teresa en una entrevista publicada en una revista trasandina. Y continúa: «Mi patria es hoy Argentina, mañana será Francia cuando allá me encuentre contenta, en fin».
En 1919 estando en el vecino país, bajo el pseudónimo Teresa de la Cruz, publica «Cuentos para hombres que todavía son niños». En ellos recuerda su infancia y recrea algunas situaciones de su vida.
Sin embargo, debido a su constante búsqueda y al no soportar vivir cerca de la tumba de Anuarí decide volver a París, aunque debe pasar primero por Londres. Allí nuevamente es acusada. Ahora por ser considerada activista rusa. Ofuscada, se vuelve a Madrid, en donde retoma su rutina de bohemias y cafés.
El comienzo del fin
A principios de 1920, se entera de que su suegro visitará Bélgica con sus amadas hijas, Elisa y Sylvia, haciendo una escala en París.
Hace cinco años que no sabe nada de ellas y está decidida a verlas, para lo cual viaja a la «ciudad luz». Esta vez no tiene complicaciones para entrar a Francia gracias a su trabajo en la revista Nosotros, con sede en el país galo.
Una vez allí, el ansiado encuentro entre madre e hijas no se concreta por largo tiempo. El abuelo de las niñas rechaza a la intelectual chilena y le hace imposible que las abrace.
No obstante se reúnen a escondidas con la ayuda del personal a cargo de sus hijas. El primer vistazo es mágico. Teresa las reconoce cuando ingresan a clases en un colegio de monjas en París. Las besa sin parar.
Con la ayuda de diplomáticos chilenos, la escritora logra juntarse con sus hijas dos días a la semana: jueves y domingo. La alegría termina cuando los Balmaceda vuelven a Chile. Ese es el comienzo del fin para Teresa Wilms Montt.
«Esta vida también me aburre», dice en otra entrevista. A estas alturas, es una fumadora empedernida. La soledad se apodera de ella. No consigue manejar el dolor de perder nuevamente a sus hijas. «Me he encerrado en el aro del misterio y éste se estrecha por momentos a mi cuello, cubriéndome de luz la cabeza y de noche el corazón».
Esta depresión le imposibilita crear y escribir. No está en condiciones. Días antes de la Navidad de 1921 Teresa consume una fuerte dosis de Veronal, con la clara intención de alcanzar la muerte. Sin embargo, una amiga se lo impide. La encuentra y la ingresa al hospital el 22 de diciembre. Pero el deseo de Teresa es más fuerte y fallece dos días después, a los 28 años.
«Nada tengo, nada dejo, nada pido. Desnuda cono nací me voy, tan ignorante de lo que en el mundo había», anota con toda esa vitalidad truncada por el duro contexto que le toca afrontar.
Hoy, en el hermoso cementerio Pére Lachaise, los restos de esta inmortal escritora y atractiva intelectual, descansan junto a los de Alberto Blest Gana y Oscar Wilde.
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