Jóvenes y participación electoral: All the young dudes

(*) Alfredo Sepúlveda

Los llantos por la participación política de los jóvenes suelen arreciar en periodos de vacas flacas electorales. Una democracia sin jóvenes, dice el sentido imperante, o al menos una en la que ellos se abstienen de participar en elecciones, sería una democracia débil, poco representativa.

Para todo el ruido que existe en redes sociales cada vez que un candidato habla, los jóvenes —eximios digitadores de pantallas de contacto— deberían acudir en hordas a expresar su opinión mediante casi la única herramienta que las democracias representativas tienen  para que la ciudadanía “hable”: el voto.

En realidad ocurre lo contrario: los jóvenes (de 18 a 29, es la definición), concurren mucho menos que los viejos, lo hacen a cuentagotas y, en el excepcional caso de que sí voten, suelen pertenecer a los grupos de altos ingresos.

Las razones para esto han sido debatidas muchísimas veces: la “crisis de la política”, la sensación de que la corrupción es total, la presuposición de que el voto cambia poco y nada las situaciones personales, temor a quedar como apoderado de mesa o simple y sencilla falta de interés.

Siempre habrá jóvenes estudiantes de derecho, filosofía, sociología, periodismo o ciencia política que maten y mueran por la política. Pero no me refiero a ellos como “participantes” del sistema político, sino a las grandes masas de jóvenes que, transversalmente, pueden llegar a comprometerse con una causa, una elección, un candidato.

Mi tesis es doble. Uno: este tipo de participación ha sido la excepción, no la regla, en la historia de Chile. Y dos: tenemos la sensación contraria porque la generación de “viejos” actuales -es decir, aquella que presenció o participó, como joven, en la “marcha de la patria joven” de Frei Montalva en 1964, y luego vivió los procesos de Allende, la dictadura y el plebiscito de 1988- se acostumbró (¿mal acostumbró?) a ver en la participación política de los jóvenes un rasgo de normalidad.

 

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Los jóvenes despiertan solamente cuando un gran cambio global se hace sentir con fuerza en Chile. No antes, no después.

El “voto joven” es un invento de las reformas liberales de 1888, que rebajaron la edad para elegir presidente de 25 a 21 años y abolió el voto censitario (pero mantuvo el derecho solo para varones alfabetizados). O de las reformas radicales de los años 40, que, por fin, otorgaron derechos políticos a las mujeres. O, si se quiere, es el fruto de la negociación entre la Unidad Popular de Salvador Allende y la Democracia Cristiana en 1970, que llevó la edad legal para votar hasta los 18 años.

Francisco Bilbao

Antes de esto, los jóvenes no contaban en la vida política, a menos que fueran criaturas excepcionales. Puedo contar tres: José Victorino Lastarria, Francisco Bilbao y Benjamín Vicuña Mackenna fueron, en el siglo XIX, sediciosos y revolucionarios políticos antes de tener edad para votar. Pero no fueron masivos.

Los “jóvenes oficiales” que acompañaron a Carlos Ibáñez del Campo en su “ruido de sables” de 1920 luchaban por reformas sociales dormidas en el congreso, es cierto, pero no lograron constituir un “movimiento”: más bien posibilitaron el ascenso de Ibáñez como un caudillo antidemocrático.

Tal vez el primer antecedente de participación política de los jóvenes no es muy lindo, pero qué se le va a hacer. Se trata del partido nazi chileno, los “nacis” como les gustaba llamarse. En 1938, una serie de veloces circunstancias consiguió que cientos de miles de personas se juntaran en el Parque Cousiño en contra del “comunismo” que representaba la candidatura de Pedro Aguirre Cerda.

 

Los más decididos de ellos eran los estudiantes universitarios “nacis” liderados por Jorge González Von Marees, “el jefe”. Tan decididos estaban, que al día siguiente planearon un golpe de Estado contra Alessandri. El resultado fue una de las masacres más horrorosas que tenga en consideración la historia chilena: los carabineros terminaron acribillando a todos, una vez rendidos, en el edificio del Seguro Obrero, aparentemente con una orden explícita del presidente de la República.

¿Era esto un fenómeno exclusivamente chileno? No: en ellos vibraba la fulgurante y errada luz del totalitarismo alemán e italiano: una respuesta contemporánea al terror que la revolución rusa había sembrado en las clases medias. Sin este movimiento global, los “nacis” no hubieran existido.

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En 1964, por efecto de los miedos de la guerra fría y la polarización que jugó la revolución cubana en América Latina, un partido relativamente menor consiguió por primera vez desde los nacis, llevar grandes masas de jóvenes a las calles y poner a la política en el primer lugar de sus vidas.

La Democracia Cristiana había eclosionado del huevo de la “Falange” que a su vez era una escisión del partido conservador que —y su nombre lo demuestra— no estaba lejos del fascismo católico español encarnado por Miguel Primo de Rivera en los años 20.

En competencia con la retórica militarista, jipi, sexy, musical, literaria y sudorosa de los cubanos, la DC acuñó la idea de la “revolución en libertad”, que se proponía como un manotazo igual de fuerte al capitalismo que el de la izquierda… pero sin la “dictadura del proletariado”. Tuvo una acogida sin precedentes en las clases medias, cuyos Benjamines salieron a rayar las paredes “FREI”.

“FREI” no ganó las elecciones solo con esto, sino con los votos de la derecha, pero su “patria joven” —primera demostración de marketing político: sendas columnas de jóvenes que convergieron a Santiago desde el norte y el sur—, fue un elemento identificador, identitario y clave en la psiquis de la generación joven de los sesenta.

En 1970 el turno correspondió a la izquierda. La juventud de izquierda ya se había cocinado en la idea de que el reformismo de Frei era una suerte de enemigo al que había que combatir: acaso nada atraiga más a las jóvenes moscas que la batalla. Todas las escisiones de los partidos de izquierda durante Frei —el MAPU en la DC, el MIR desde el PS y otros— fueron jóvenes dispuestos a “hacer bailar mambo” a la revolución de empanadas y vino tinto de Allende, que el Partido Comunista cuidaba como una anciana católica su escapulario.

Es decir, otro movimiento super global: la guerra fría, entraba como un elefante en la cristalería de las jóvenes conciencias chilenas. Él las ordenaba, jerarquizaba y disponía el orden de batalla. Nadie estaba pensando en pensiones, en enfermedades, en derechos de minorías (eran bastante homofóbicos, si me perdonan la infidencia), en inmigrantes o en vegetarianismo. Solo existía la batalla por el destino del mundo.

La masacre masiva promovida desde el Estado que fue la dictadura de Pinochet fue especialmente represiva con estos sectores jóvenes, que se agruparon, desde la DC y la izquierda, para luchar contra el general a partir de las protestas sociales de los años ochenta.

De nuevo, había aquí un tema de sobrevivencia: se trataba de un gobierno que mataba gente, y, al menos desde el centro y la izquierda, había una compulsión moral a la participación política —aunque estuviera prohibida, o justamente por eso.

Llegamos, entonces, al plebiscito de octubre de 1988, con unos niveles insólitos de participación política de los jóvenes. Todo estaba en juego: la vida misma. La preservación del régimen de la libertad, desde la derecha, o el fin de la dictadura genocida, desde el centro y la izquierda.

Desde entonces, primero en forma casi inadvertida y luego en picada libre, la participación juvenil solo ha caído. Pero por todos los ejemplos que uno puede poner de épocas con gran compromiso político —y sucede que tres de ellas han ocurrido en los últimos sesenta años—, existen océanos gigantescos de historia en que los jóvenes en Chile son simplemente eso: jóvenes.

Esos mares han coincidido con… cierta normalidad, cierta pereza en el sistema político, que se ha abocado, en vez de luchar por la vida o la muerte, a las “políticas públicas”, a la confección de presupuestos o a desviar fondos a los bolsillos. Nada muy heroico, nada muy “joven”.

(*)  Alfredo Sepúlveda es escritor y periodista, autor de los libros “Bernardo”, «Sangre azul», “Independencia” , “Nuestro Terremoto” y «Breve historia de Chile: de la última glaciación a la última revolución»,  entre otros.

 

 

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