
(*) Ernesto Hormazábal Cádiz.
Tuve miedo, siempre me preocupó caer. Nunca me gustó el bicicrós. No tenía algo que sobra a los deportistas, pasión. Sin embargo, el entusiasmo de mi padre me impidió desilusionarlo. Además, acompañaba a mi hermano David, un año menor, que era campeón provincial. Las carreras eran transmitidas por el Canal 11, era la década de los ’80.
Esos eran mis recuerdos mientras -soportando el frío al principio y después aguantando el sol- tomaba fotografías de una de las fechas del Campeonato Zona Norte de MTB (Mountain Bike) Desafío del Valle de Yalquincha, en las riberas del río Loa en Calama.
La actividad fue organizada a fines de agosto pasado por el Team CCR Scott y el Team KTM Zorro Bike, contando con la participación de casi 250 deportistas de todo el norte de Chile, en las categorías 20, 30 y 40 kilómetros.
Lo que alguna vez hice acompañando a mi hermano David era diferente. La pista de tierra tenía entre 300 y 500 metros de extensión, en un recorrido con varias curvas y saltos dobles y triples, con una duración de cada carrera que no superaba los 40 ó 50 segundos.
Las remembranzas se agolpan en mi cabeza, mientras registro la competencia. Colaciones de sándwich de jamón y cajitas de leche con chocolate, cada sábado o domingo, en diversas pistas de Santiago. Pertenecíamos al Team Kennedy Origan, uniforme de color negro con amarillo y en su mayoría con bicicletas Origan con marcos ultralivianos.
Así participó mi hermano, quien disfrutaba el deporte y cada fin de semana estaba en la final, sacando -generalmente- pódium y ganando medallas.
Participábamos en categorías por edad y yo debía esperar correr la primera “manga”, como era conocida, para lo cual subíamos hasta la rampla de largada, para apoyarnos en nuestras bicicletas sobre una barrera metálica que al caer dejaba libres a los ocho corredores, que no podían cambiar de pista durante la bajada inicial de 10 o 12 metros. Luego, todos trataban de tomar la punta y la “cuerda”, brincando con sus bicicletas sobre los saltos de tierra y derrapando en las curvas.
Todos menos yo, que en el último lugar no despegaba las ruedas del suelo.
Hoy, junto a los integrantes del Team K2 Bikes Calama, poco a poco, una o dos veces al mes, he logrado recorrer varios kilómetros de desierto, a mi ritmo, superando mis límites, como reza su eslogan.
Hace más de 35 años, como no clasificaba a la siguiente ronda, después me dedicada a escuchar en mi personal stereo un cassette con temas de Queen y a mirar el resto de la jornada, apoyando a David en sus exitosas clasificatorias.
Por eso, un día no me percaté cuando me llamaron a correr la final. Alguien tocó mi hombro y mientras me sacaba mis audífonos -estoy casi seguro que escuchaba «I want to break free»- y me empujaban hasta el punto de largada, me explicaban que ese fin de semana el retiro de varios corredores no permitía contar con los ocho finalistas, por lo cual clasificaron a los que aún estaban en los alrededores de la pista.
Los integrantes del club no lo podían creer, todos se agolparon para alentar mi participación. Parado sobre los pedales de mi “chancha”, como llamaba con cariño a mi tanque a pedales, sentía el miedo de siempre.
Al caer la barrera, mis competidores aceleraron. Al llegar a la segunda curva, se produjo un choque que involucró a los otros siete corredores, y mientras se desenredaban, se sacudían, se quejaban, se paraban y trataban de seguir adelante, pasé por el lugar esquivando bicicletas, cascos, ruedas, corredores y piezas dentales. Y, por primera vez, ¡lideraba una final!
Entonces, al igual como en las películas, el tiempo pasó en cámara lenta y cada segundo parecía una eternidad. Al borde de la pista, mis compañeros y sus familiares y amigos gritaban; alcancé a ver a mi padre que, con la yugular inflamada, se sumaba a los demás: “¡Corre Shogún, corre!”.
La verdad es que pedaleaba como nunca lo había hecho y la meta se veía cercana y lejana a unos cincuenta metros. Parecía que iba a ser un momento de gloria. Iba.
A sólo un par de metros de la bandera a cuadros, varios corredores pasaron a una velocidad imposible para mí. Llegué en el último lugar.
Más tarde, cuando ya nos retirábamos a casa, mi padre me abrazó y me dijo que no me obligaría a correr nuevamente. Fue mi última carrera de mountain bike.
(*) El autor es periodista, entusiasta astrofotógrafo y permanente colaborador en CyT