El 14 de abril de año 2015 muere el escritor, periodista y narrador uruguayo Eduardo Galeano. Si bien el hecho no sorprende a quienes conocen el estado de su cáncer al pulmón, sí causa pilla desprevenido a sus seguidores y al público en general que en las redes sociales manifiesta su pena.
Aunque su libro más conocido es «Las venas abiertas de América Latina», no es -considerando su larga trayectoria- lo más representativo del pensamiento global que deja su obra.
De hecho, él mismo dijo un año antes de fallecer que «no me arrepiento de haberlo escrito, pero es una etapa que, para mí, está superada». Y remató: “No sería capaz de leerlo de nuevo. Caería desmayado”.
Más allá de dicho libro, Eduardo Galeano se ubica como la voz de la memoria en un continente embelesado por los espejos.
Su verdadera mirada se centra en recuperar la forma de entender la esencia de las culturas aborígenes, que -a su juicio- es hacia donde las sociedades latinoamericanas debieran mirar y aprender. El planteamiento mayor de Galeano está en toda la literatura que rescata del inconsciente colectivo un pasado que no se quiere reconocer y cuya sabiduría es más potente que cualquier tarjeta de crédito o política de Estado.
El otro pilar en el que Galeano centra su bibliografía es la conciencia en torno a las paradojas de la historia, en un continente pródigo de ellas.
Juntando ambas corrientes de su literatura, el escritor uruguayo comparte el caso de una líder boliviana exiliada por los militares en Europa, que una vez le comenta con emoción lo agradecida que está de los suecos que le brindan asilo, pero que -por otro lado- le da «tanta pena» verlos.
“¡Tan solos que están! ¡Bebiendo solos, comiendo solos, hablando solos! Me dan ganas de decirles júntense, júntense”. Y Galeano recalca: “¡Cuánta razón tiene! Porque, digo yo: ¿Existen los dedos si no se juntan en la mano? ¡Juntarnos! Y no sólo para defender el precio de nuestros productos, sino también para defender el valor de nuestros derechos», destaca al recibir en junio de 2008 la primera versión del Ciudadano Ilustre de América Latina, entregado por el grupo de países que conforman el Mercosur.
Cultura y Tendencias comparte una entrevista inédita que el director de este medio sostiene con el autor uruguayo en el año 1994. Con su particular mirada, llama poderosamente la atención cómo sus palabras suenan vivas y actuales, como la mayor parte de su gran obra.
Eduardo, usted ha señalado que tal como se puede construir una memoria «fuera de la historia reducida a una galería de próceres», también es posible erigir una nueva manera de vivir la realidad. A esta realidad actual latinoamericana, que quiere vivir el desarrollo económico a costa de muchos sacrificios sociales, ¿qué alternativa precisa le vislumbra?
– Yo no te lo podría decir, porque probablemente la solucionática está metida en la barriga de la problemática y en la medida que uno va teniendo conciencia de las cosas y rechaza aquellas que no funcionan, se arma una respuesta posible. No es esa mi función. Creo que como escritor lo que tengo que hacer es ayudar a revelar la realidad. No voy a dar ningún recetario de la felicidad pública ni tampoco creo en ellos.
Ocurre que hemos llegado como al paroxismo del posible nivel de desarrollo de un mundo que nunca ha sido tan desigual en las oportunidades que ofrece y tan igualador en las costumbres que impone. Es decir, por un lado nunca fue tan ancha la brecha que separa a los que tienen con los que quieren tener y por otro, nunca fue tan homogeneizador ni uniformador el sistema de poder en las costumbres que difunde y que tienden a borrar lo mejor que tiene la condición humana que es su diversidad. Eso me parece abominable.
Creo que el mundo tendrá que inventarse a sí mismo como un espacio diferente para ser digno de lo que el mundo quiso ser cuando todavía no lo era: una casa de todos y no de unos pocos…¡Y una casa, no un supermercado!…
A pesar de ello, nuestro continente quiere formar parte de la moda, aunque vaya a contrapelo con ella. Mientras en Europa intelectuales de derecha hablan del fin de la historia, aquí parece que la cosa da para largo… ¿Qué cree usted, ¿se termina la historia en Latinoamérica?…
– En verdad, en ningún lugar del mundo se termina la historia… El día que el ser humano deje de hacer historia se habrá jubilado de su condición esencial y, entonces, le convendría yacer honestamente bajo tierra… Yo creo que esto es una invitación a la muerte. La historia nace de nuevo cada día y la hacemos todos, a pesar de que no lo sepamos…
La historia viva no la hacen los ilustrados que se creen sus dueños; se hace cada día con todos aquellos que los intelectuales desprecian llamando “gente común”. El gran desafío está en lograr que las personas asuman esa verdad.
Que sepan que pueden cambiar la realidad si lo desean. Que pueden ser protagonistas de su destino. Que al futuro es posible imaginarlo y no sólo aceptarlo. Que uno no está condenado a ser testigo de la vida, sino que puede participar en ella…
Usted ha dicho que Latinoamérica es «una unidad de contradicciones que aún se ignora a sí misma». ¿Qué tiene que pasar para que nuestro continente asuma una actitud crítica?
– Una postura vital: el fin del autodesprecio. Es decir, la primera etapa necesaria para que estas tierras recuperen el olvidado orgullo de ser ellas mismas, es acabar con esta práctica que hemos llevado adelante con tanto entusiasmo durante siglos, trabajando tan fervorosamente por nuestra propia perdición, creyendo que todo lo bueno viene desde arriba y viene de afuera.
En vez de eso, deberíamos aceptar lo que la realidad nos dice cada día: que lo que de veras vale la pena, viene de adentro y suena desde abajo.
Parece que, en todo caso, nuestro continente no transita por ese camino…
– No creo que Latinoamérica vaya por un solo camino. Pienso que se transita al mismo tiempo por muchos y que algunos no conducen a ninguna parte. Otros, en cambio, van abriendo de a poquito una realidad diferente. No creo que tenga sentido seguir insistiendo en lo que ha sido la fórmula de nuestro fracaso durante cinco siglos.
El neoliberalismo se propone ahora como receta mágica de la salvación universal cómo si fuera la Décima Sinfonía de Bethoven o la Octava Maravilla del Mundo, pero hace cinco siglos que estamos en esto, creyendo que la libertad del dinero es más importante que la libertad de la gente y creyendo que puede salvarnos el desarrollo hacia afuera.
La experiencia histórica es clara en ese sentido y no es por ahí la cosa. Habrá que inventar maneras de desarrollarnos hacia adentro y de volver a creer y a crear. De volver a creer que la creación es mejor que el consumo y que más vale tener una cara propia que varias máscaras prestadas.
Abrazar esa opción neoliberal con tanto convencimiento parece demostrar una clara falta de emoción, ¿tendría que ver ese dominio de lo racional con un sistema que no está centrado en la persona?
– Quizás sea esa la explicación de que estemos ahora aceptando tan resignadamente este descuartizamiento de la condición humana, que permite que haya un mundo de la razón y otro de la emoción, perfectamente desvinculados entre sí. A mí me gustaría ser capaz de hablar y escribir con un lenguaje que sea sentipensante y que ate el mundo de las razones con el de las emociones…
Pero están separados y probablemente lo estén porque el sistema dominante es una cultura que divorcia todo lo que toca y que divide el alma del cuerpo, la emoción de la razón, el pasado del presente, la vida íntima de la vida pública. Estamos siendo convidados cada día a actuar y enmascararnos, a no ser nosotros mismos. Algunos son verdaderos maestros en esas artes y son parte de un elenco del cual uno nunca llega a saber quién es quién de verdad.
La cultura vale la pena cuando propone un desarrollo de las energías de la autenticidad, aunque esa identidad sea una difícil de conquistar y ese camino sea uno difícil de recorrer. Probablemente sea el único que valga la pena, porque es el único en el que podemos de veras utilizar nuestras propias piernas en vez de utilizar muletas o sillas de ruedas. Y quizás, caminando con las propias piernas uno tenga que tropezarse y lavantarse muchas veces. Pero bueno, parece preferible…
Sus principales análisis hablan del siglo XX como un «Siglo del miedo». ¿Qué camino sería el ideal para la audacia en nuestro continente, si – en ese contexto que describe- hasta la propia juventud mastica indiferencia?
– Sí, yo creo que el miedo es el signo dominante de este fin de siglo y del fin del milenio. Y del miedo a todo ¿eh?. El miedo de vivir, el miedo de ser, el miedo de crear, el miedo de amar, el miedo de recordar, que es la base de la impunidad. La impunidad del terror de Estado proviene de ese miedo a recordar. Hemos sido condenados a la amnesia colectiva. Y hay, además, el miedo a la vida cotidiana…
Ser joven en el mundo de hoy es muy difícil porque están condenados al miedo incesante. Si aman tendrán Sida, si fuman tendrán cáncer, si comen tendrán colesterol, si respiran tendrán contaminación, si piensan tendrán angustia, si dudan tendrán locura, si sienten tendrán soledad…Yo escribí un texto que más o menos dice eso e intenta reflejar lo que es ese mundo.
Creo que hay que pelear contra el miedo, que se debe asumir que la vida es peligrosa y que eso es lo bueno, que la vida tiene que ser así, para que no se convierta en un mortal aburrimiento.