«Sólo voy con mi pena, sola va mi condena, correr es mi destino para burlar la ley, perdido en el corazón de la grande Babilón, me dicen el clandestino, por no llevar papel», comienza cantando con un reggae simple Manu Chao en este que fue su potentísimo primer disco como solista el año 1998.
El elepé resultó ser un acierto que remeció de manera profunda, básicamente por su precisión en la entrega de un mensaje claramente latinoamericano, tercermundista, en un mundo tomado por el discurso triunfalista de la globalización. Sin duda, resultó llamativa la fotográfica sensibilidad de este europeo que fue capaz de empaparse de una realidad diferente a la de él con tanta frescura y honestidad.
Aunque el tiempo mostrara luego que Manu, como casi todo en la vida, tenía también sus dobles discursos (Fito Páez lo acusó de jugar al marginado, andando por el mundo con varias tarjetas de crédito), el paso de los años le ha dado sobrevida a este disco compuesto de dos ejes principales: el musical y el conceptual.
Para lo primero, se armó de una sonoridad fuera del establishment, de los rankings y de lo que dictaban fuertes emisarios de la industria como MTV y los sellos, con instrumentos y ritmos andinos, latinos, centroamericanos, dosificados con el talento de un artista que -digámoslo- juntó el agua con el aceite y se sintió de manera natural, no forzado.
Para lo segundo, en tanto, Chao desarrolló un disco sin-fin en el que las canciones parecen formar parte de una sola gran obra, aunque pueden ser disfrutadas de a una. Esta estructura continua de canciones goza de una capacidad envolvente atractivamente sutil, tanto que los 46 minutos por los que se extiende la cinta no sólo no se hacen notar, sino que se aprecian y se agradecen.
De fondo, sin abusar, Manu Chao optó por diversas cintas background que recogen grabaciones de teleseries latinoamericanas en las que se juegan con los eternos prototipos y que el músico ironiza con fineza envidiable.
De igual forma, se arma de parlamentos del líder zapatista Marcos, noticias de la radio, relatos de fútbol, sonidos de la geografía y fauna latinoamericana, cintas de su contestadora automática, pasajes de caricaturas y de otras canciones populares. Ese trabajo de relojería por sí solo envuelve una amplitud insospechada de mensajes, lo que constituye un sólido aporte no sólo desde el punto de vista musical, sino que del cultural.
La gracia de este disco es que sigue sonando preciso. Juntando diversos elementos de una manera armónica, haciendo una verdadera reivindicación de las realidades locales y de las potencialidades positivas que ofrece la globalización como elemento dialogante y no impuesto.
Por lo mismo en el disco no sólo hay temas en español, sino que también en francés, portugués e inglés, en una cazuela que no molesta ni tampoco quita fuerza al cuadro que ofrece Chao.
«Todo es mentira en este mundo», dice en «Mentira». En un simple juego de palabras, sostiene que «mentira es la mentira, mentira es la verdad», reflejando con una supuesta ingenuidad el mar de fondo con que nos envuelve el progreso mundial. «Llevo en el alma un camino, destinado a nunca llegar», canta Manu. «Por el suelo hay una compadrita que ya nadie se para a mirar, por el suelo hay una mamacita que se muere de no respetar; Pachamama te veo tan triste, Pachamama me pongo a llorar», se escucha en «Por el suelo».
Lo bueno, y quizás las razón por la que el disco no le afectan los años, es que se trata de un trabajo profunda e indiscutiblemente optimista, en el que se revela que -como dijo Eduardo Galeano a Cultura y Tendencias– «los latinoamericanos pueden forjar su devenir y no sólo sufrirlo».
Para eso, Manu remeció en 1998 con un trabajo modelo turrón: dulce, pero duro.