
Daniel Wizenberg.
El 17 de julio de 2018 una ONG española encuentra flotando en las costas de Libia a dos mujeres y un niño. Una de las mujeres y el menor están muertos. La sobreviviente a la hipotermia y la deshidratación afirma que pasaron en el agua dos días y dos noches, también que la guardia costera de Libia los había golpeado.
La foto de un rescatista con el pequeño cadáver en sus manos, al que se le escurre el agua y la muerte, recuerda a otras fotos y a otras muertes y los titulares de los diarios hablan una vez más del drama de los inmigrantes. Un drama en el que a los cuerpos se les niega la posibilidad de moverse libremente, tal como lo hacen los capitales y las mercancías.
“Hay una epidemia de miopía”, dice Daniel Wizenberg en “Los que esperan. Crónicas de refugiados y migrantes en un mundo de guerras y exclusión” (Editorial Octubre, 2017). Cuesta enfocar bien lo que está lejos, por prejuicio o desinformación. Acercarse, eso es lo que permiten estas crónicas, atravesar la ignorancia, los preconceptos y la geografía, que tanto separan de esos “otros” que bien pueden ser “nosotros”.
El viaje arranca en Siria, narrando las rutinas de María, que tiene 21 años y sigue saliendo a bailar, mientras las bombas suenan como un loop macabro en las noches de Damasco. La elección de María tiene que ver con retratar esa cotidianeidad de excepción a la que son sometidas las personas comunes, con relativo desinterés por la política, en un contexto de guerra civil.
Trazando un pormenorizado resumen de la compleja situación geopolítica en Medio Oriente, aborda también las historias de Hadi y Abdullah, que representan al Ejército de Liberación de Siria y al gobierno de Al-Assad, mostrando dotes de equilibrista, quedando sin voz el Estado Islámico, algo que resulta comprensible dado el trato que le da esta facción a los periodistas extranjeros y lo imprescindible que resulta mantener la cabeza como continuación del cuello para seguir ejerciendo la profesión.
La segunda crónica se desarrolla en los enormes campos de refugiados que se encuentran en Kenia, Daaab y Kakuma, verdaderas ciudades que buscan contener a los miles de desplazados del continente africano. Comienza con las palabras de Allan, un gerente de call center de Nairobi, representante de una clase media derechizada, convencida de que se deben cerrar los campos porque -a su entender- sólo producen terrorismo y delincuencia.
Para contrastar, más adelante, cuenta la producción cinematográfica de los congoleses Batakane y Fidele, reflejando que en estas “ciudades de refugiados” también hay lugar para la cultura y la creación. El relato de Manilo, proveniente del Congo -tierra donde se encuentra el coltán, mineral utilizado para la fabricación de dispositivos electrónicos- pone en juego la importancia de los recursos naturales a la hora de explicar los conflictos que desangran a algunos países africanos. En esta crónica se destaca la rica contextualización histórica que enmarca el retrato de cada uno de los refugiados.
En el capítulo 3, La “jungla” de Calais -al norte de Francia- se transforma en una especie de escala obligada para los refugiados que desean llegar a Gran Bretaña, antes de que con el Brexit detonara el clima anti-inmigratorio en la isla.
Más allá de la descripción del propio campo en sí, cerrado a finales de 2016 y replicado más tarde en Grand Synthe, resulta más interesante la vinculación de esta problemática con los movimientos de indignados en las plazas de las grandes ciudades europeas, carentes de consignas claras y de articulaciones políticas capaces de conmover el statu quo dentro de esa inmensa maquinaria de exclusión que es el capitalismo neoliberal.
“Los indignados fueron perdiendo fuerza en la plaza medida que iba penetrando en invierno europeo. En las redes sociales mantuvieron la intensidad”, dispara Wizenberg de forma demoledora.
Desde el punto de vista narrativo, uno de los puntos más altos del libro se encuentra en la segunda parte de este capítulo (el 3) denominado “Los que no se lo esperan”, en el que la trama de un atentado suicida en Bélgica logra transmitir la desolación y la angustia que provoca la arbitraria ubicuidad del terrorismo islámico.
Más adelante en la crónica se vale de datos estadísticos para diferenciar la eurocentrista sensación de inseguridad de la real incidencia del terrorismo islámico en Europa: sólo el 0,3 % de los atentados de los últimos catorce años se dio en territorio europeo.
La mayor excentricidad, no exenta de un toque de humor, es la crónica localizada en Birmania, un país del sudoeste asiático, en el que gobierna la Liga Nacional Democrática, partido proscripto durante mucho tiempo, que logró conquistar el poder después de una fuerte resistencia popular.
Este hecho -sumado a otras coincidencias- como la prohibición de nombrar a su líder, Suu Kyi, hija de un héroe de la independencia y la gran manifestación popular desatada por su encarcelamiento, le permiten trazar un curioso paralelo histórico con el peronismo de mediados del siglo pasado, sin dejar de reflejar los conflictos étnicos que aquejan particularmente a Myanmar, como también se conoce a ese estado limítrofe con China.
Quizás la crónica de menor vuelo e interés sea la que refleja el ingreso de refugiados a la Argentina, narrando la historia de dos hermanos sirios, hecho que le permite definir la diferencia entre un migrante (casos en los que la decisión de emigrar ha sido tomada “libremente”) y un refugiado, además de transparentar la ausencia estatal, cubierta parcialmente por organizaciones civiles.
El cierre del libro se lo lleva un extenso entramado de historias de cubanos en busca del sueño americano, que ven cerrarse las puertas del cielo por la cancelación de la política de “pies secos” (ingreso permitido por tierra de cubanos a suelo estadounidense) y la poco auspiciosa llegada a la presidencia del constructor de muros, Donald Trump. “No tendrán garantizadas la educación y la salud de la que gozaban en Cuba, pero el techo es más alto. La libertad que pregonan es el aire que hay entre el piso y el techo de posibilidades que un país puede darles” reflexiona.
“El periodismo contemporáneo es del minuto a minuto, en el que las noticias se presentan sin contexto”, dice el autor en el epílogo, que con este libro hace su aporte para revertir dicha tendencia, logrando alojarnos con datos, historia y una narración tan despojada de solemnidad como profundamente empática, en esos campos que se extienden más allá de cualquier territorio, en los que, como sostiene el autor, “todos nos estamos refugiando”.