Atardeceres del Desierto de Atacama o el cansancio de la luz que lucha contra el espacio y el tiempo

(*) Ernesto Hormazábal Cádiz.

Me gusta el atardecer porque tengo la absoluta certeza de haber vivido un día más; buena, regular, mala, feliz, triste, nostálgica o esperanzadora, siempre creo que es mejor contar que fue una jornada más.

Me gusta el crepúsculo porque tengo la esperanza de que, a continuación, podré ver las estrellas, la luna, una tormenta de rayos, sentir la lluvia y el viento en medio de la oscuridad o no sentir nada, sólo grillos.

En el Desierto de Atacama, son menos las posibilidades, porque estamos concentrando el 70% de las capacidades tecnológicas para estudiar el Universo gracias a nuestros cielos estrellados.

Me gusta el fin del día porque justamente nací cuando el sol se ocultaba, a fines de noviembre del inicio de los años 70. Como dijo Albert Einstein alguna vez, “vemos la luz del atardecer anaranjada y violeta porque llega demasiado cansada de luchar contra el espacio y el tiempo”.

Cansada como mi madre, hace más de 44 años, ese 20 de noviembre, con 20 años edad, cuando murió en el pabellón por cinco minutos, para luego regresar a mí y volver a nacer.

Fríos, pero sobrecogedores

El ocaso de estos páramos protagoniza mis fotografías porque las llena de los cálidos colores que caracterizan al Desierto de Atacama, el más árido del planeta. Sus 105 kilómetros cuadrados van desde la Región de Arica y Parinacota, pasando por las regiones de Tarapacá y Antofagasta, y el norte de la Región de Atacama.

Con una gran cantidad de recursos minerales metálicos como cobre, hierro, oro y plata, además de importantes minerales no metálicos como el litio, boro, nitrato de sodio y sales de potasio, su clima es de tipo costero frío y está delimitado al Oeste por el Océano Pacífico y al Este por la cordillera de Los Andes. Regala -a mi juicio- los atardeceres más espectaculares; fríos, pero sobrecogedores.

Los científicos aseguran que el origen de este desierto se remonta a unos tres millones de años, siendo en esos años un intenso mar, del cual hoy sus restos más famosos son el Salar de Atacama y sobre todo la Laguna Chaxa.

Es la Corriente de Humboldt la que provoca que en todo el planeta, en esa misma latitud, existan desiertos en las costas occidentales de los continentes del hemisferio sur, con sistemas estables de alta presión llamados “Anticiclones del Pacífico”, que se mantienen junto a la costa creando vientos alisios hacia el Este, desplazando las posibilidades de tormentas.

Así, la Corriente de Humboldt trae agua fría desde la Antártida, a través de las costas de Chile y Perú, enfriando las brisas marinas del Oeste, lo que reduce la evaporación y crea una inversión térmica -aire frío detenido bajo una capa de aire tibio- que impide la formación de nubes, con la consecuente ausencia de lluvias.

El altiplano de Los Andes

Si a este paisaje le sumamos una elevada planicie llena de volcanes, conocida como el Altiplano de la cordillera de Los Andes, que impide el ingreso de las tormentas cargadas de agua provenientes de la cuenca amazónica, tenemos como resultado la casi ausencia de precipitaciones, salvo por contadas ocasiones como lo sucedido en marzo y agosto de este 2015, cuando sendos frentes de mal tiempo provocaron intensas lluvias para las cuales no estábamos preparados en este desértico norte chileno.

Algo de agua cae, en pleno período estival -en enero y febrero-, cuando llega el fenómeno del Invierno Altiplánico, que trae principalmente enormes tormentas eléctricas.

Con todo, en los valles intermedios y en el sector cordillerano, desde los 2.500 metros sobre el nivel del mar, se presenta una alta oscilación térmica, llegando incluso a descender hasta -25 grados Celsius durante las gélidas madrugadas de localidades fronterizas como Ollagüe, mientras que en las tardes se eleva sobre los 25 grados y llega fácil hasta los 45.

En tanto, la humedad es bajísima en el interior, con un promedio de 18%, pero alta en la costa, llegando hasta un 98%. Y no puedo olvidar los vientos, que en algunos meses de al año, como marzo o septiembre, pueden registrar rachas que superan los 100 km/h.

Así que, una vez que se oculta el sol, baja rápidamente la temperatura y el frío establece su reinado, mientras disparo mi Nikon, en medio de este desierto, coronado de estrellas y orgulloso de su silencio.

(*) El autor es periodista, colaborador permanente de Cultura y Tendencias. Es posible visitar su galería de fotos en Astrodesierto a través de este link.

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