En la película “Geumul” de Kim Ki-duk, estrenada en 2016, un pescador norcoreano pierde el control de su bote y termina arrastrado a las costas de Corea del Sur. Ahí empieza su calvario, sometido por dos Estados que de tan extremos se parecen, como un pez atrapado en una red de la que no puede escapar, como un coreano cualquiera a ambos lados de la frontera.
“Corea, dos caras extremas de una misma nación” es un atractivo libro que recoge esa realidad en formato de crónica, escrito a cuatro manos por Julian Varsavsky y Daniel Wizemberg. De manera parecida a la película de Ki-duk, la propuesta refleja un peligroso acto de equilibrismo cruzando el paralelo 38 y revela desconocidos aspectos de una zona clave para la geopolítica mundial.
La publicación -hecha en Argentina bajo el sello de Ediciones Continente– se estructura en tres grandes unidades. El primer capítulo aborda el “comunismo surrealista” comandado por Kim Jong-un, el segundo indaga sobre el “capitalismo de alto rendimiento” en Corea del Sur y en el último retoma los abordajes de los anteriores y los entrecruza con las ideas de Byung-Chul Han, uno de los filósofos más relevantes del pensamiento contemporáneo.
Daniel Wizenberg afirma que para entrar a Corea de Norte un periodista debe fingir ser un simple turista, mintiendo en el formulario migratorio. Suena inverosímil asumir que la oficina de migraciones de un régimen tan cerrado como el de Pionyang no tenga información de que se le escabullen periodistas occidentales, por lo que –posiblemente- se trate de un atisbo de apertura que busque desmitificar en el extranjero alguna de las muchas atrocidades que le adjudican al gobierno desde la prensa mundial y los servicios de inteligencia.
En cualquier caso, no deja de ser arriesgado mantener ocultas dos tarjetas de memoria para que sus fotografías no sean revisadas, en un país en el que se condenó a un norteamericano por cometer el “acto hostil” contra el Estado de robarse un póster de propaganda de un hotel.
El retrato de Norcorea se mueve en un movimiento pendular entre la información tomada de agencias de noticias y organismos internacionales y la descripción de las rutinas de un país anclado en la primera mitad del siglo XX, donde todo empieza y termina en la filosofía Juche, descrita como “pura tautología destinada a ser repetida y no pensada”.
Cortes de luz, falta de calefacción, deficiencias en el alumbrado público, escasez de bienes básicos, privilegios de una casta burocrática, desarrollos nucleares amenazantes, castigo a desertores y el culto a los “líderes eternos”; la crónica surfea por todos los tópicos ya divulgados acerca de este régimen autocrático.
No obstante, también se develan aspectos poco conocidos acerca de las costumbres norcoreanas, hijas del implacable aislamiento como la ausencia de discotecas (sólo se puede bailar en bares con karaoke o en bodas), la precocidad con que mayoría afronta el matrimonio (sobre todo para lograr la ansiada independencia de los padres, mediante viviendas otorgadas por el Estado), la legalidad la marihuana que no es considerada una droga y la existencia de redes de (in)comunicación internas que emulan a Whatsapp. Da la sensación de que el régimen pareciera sentirse cómodo permitiendo a extranjeros recorrer su blindaje.
Julian Varsavsky, en tanto, presenta su versión de Corea del Sur empujándonos a ese desmesurado y voraz sistema educativo que fagocita recursos económicos y humanos en pos del rendimiento de un tecno-capitalismo omnipresente, personificado por un Estado dentro del Estado que es la corporación Samsung.
Un examen de ingreso a nivel nacional como un asunto de Estado sirve para darnos la dimensión de la obsesión de los sureños por la educación. La feroz competencia que se desata en torno al nivel educativo se extiende al plano laboral, haciendo de las existencias verdaderos martirios del deber, que -a menudo- culminan en el suicidio en los autoexplotados surcoreanos.
Como contraposición, Varsavsky pasa unos días junto a unos monjes en un monasterio de las afueras de Seúl, el deber y el sacrificio como principios ordenadores se mantiene, pero esta vez de espaldas al capitalismo y al consumismo.
Una visita a una exposición tecnológica, hija del entusiasmo extremo por los imparables avances de la técnica, da lugar a varias de las mejores líneas del libro: “Me acerco a uno de esos edificios plateados a los que creo indestructibles, hechos de aleaciones inoxidables con un diseño que sugiere un movimiento imparable hacia el futuro: son transbordadores espaciales posados en tierra. Decido tocar uno para tener una sensación real y palpable, y certificar si el tacto coincide con la visión en esta engañosa feria. Me acerco a un edificio plateado que parece puro metal y tomo con el índice y el pulgar una saliente de su curva pared: se dobla casi como cartón. Y si le diera un puñetazo mis nudillos quedarían marcados en el latón. Imagino entonces el baldío desnudo que quedara aquí cuando desmonten todo dentro de un mes y creo captar la dimensión del artificio, la medida de la simulación”.
La crónica da paso al ensayo en el último capítulo, conformando un entramado que entrelaza la primera frontera caliente de la Guerra Fría con la obra de Byung Chul Han, destacado filósofo y ensayista surcoreano, todo un fenómeno de lectura y ventas en Europa.
Se trata, sin duda, de un gran acierto, que permite comprender mejor cómo la fusión entre tecnología y neoliberalismo han transformado las subjetividades, erosionando la capacidad para empatizar, en favor de un narcisismo mucho más acorde a estos tiempos, en los que -al parecer- en el mundo ya no hay lugar para todos y los otros sobran.
A la sociedad disciplinaria foucoultiana del norte, de encierro y control, se contrapone la sociedad del cansancio del sur. Una sociedad despolitizada, donde los individuos interiorizan la exigencia y la autoexplotación en favor de un sistema capitalista que genera “quemados” y depresivos en lugar de sublevados.
En el capítulo “El precio de los milagros” se realiza un interesante análisis del «sorprendente» desarrollo de Corea del Sur, apuntalado entre otros factores, por los planes quinquenales de una dictadura que explotaba fuertemente a los trabajadores y por los millones de dólares provenientes de Estados Unidos en carácter de donaciones, con la finalidad de sostener su dominio geopolítico en la región.
Para cerrar, los autores advierten: “Este libro no habla de los coreanos sino de las relaciones de poder en cada una de las dos sociedades. Renunciamos de antemano al oxímoron de pretender captar la esencia de una cultura: Corea no sólo es esto que mostramos. Tampoco nos investimos en jueces”.
Más allá de algunos altibajos en ambas crónicas, resulta apreciable el esfuerzo realizado por los autores para destacar aspectos soslayados por la prensa occidental a la hora de abordar la complejidad de la península coreana. La revisión histórica y los abundantes datos expuestos, sumados a la inteligente aplicación de la obra de Byun Chul Han, le dan al análisis realizado una originalidad destacable.
Sobre el final de la película de Kim Ki-duk citada al comienzo de esta reseña, el pescador llevado por la corriente, se desmorona espiritualmente en medio del proceso kafkiano que comienza a vivir e implora al cielo: “¡Dejen de jugar conmigo!”.
Si algo queda claro después de leer este libro es que, como afirman Varsavsky y Wizemberg, “Corea es un juego en el que siempre pierden los coreanos”.