Película «Lucky» y la vida al final del camino: «Está todo bien, no se preocupen por mí»

Parafraseando al poeta español del pre-renacimiento Jorge Manrique (el clásico autor de las «Coplas a la muerte de su padre»), el mar donde van a dar todos los ríos ha sido caldo de cultivo para much@s que dicen saber con certeza lo que hay en esa ¿oscuridad?

Una de las poquísimas certezas de los seres vivos no deja de ser menos ingrata: las personas se acercan a la muerte, como si en el cuerpo hubiera un metal oculto en algún lugar y ella -la poderosa- fuera el gran imán invencible.

Para el protagonista de la película «Lucky» (2017, primer filme dirigido por el actor Jhon Carrol Lynch) la situación es un poco paradójica: ha llegado a una edad avanzada, pero no tiene problemas relevantes de salud, vive tranquilamente solo y su estado mental es bueno.

Su vida consiste en juntarse con los de siempre, entre ellos, un inolvidable David Lynch que mantiene una relación muy especial con su tortuga. Bromean, pero se preocupan tácitamente de esquivar el tema obvio.

Porque es cierta la idea de que el ser humano es racional y está consciente de la muerte, pero hasta por ahí no más; se la relega a un rincón de la cabeza, lo que facilita funcionar en el día a día.

El agradable estado de cosas se mantiene en la vida de Lucky hasta que sufre un accidente casero: una caída, nada grave. El médico le hace ver la realidad: está viejo y va a tener que hacerse a la idea de que la máquina comienza a fallar hasta deternerse por completo.

Y es recién ahí cuando toma conciencia de verdad del término de todo y comienza a ver todas las cosas un poco como si fueran producto de un holograma: pura falsedad, negación que pretende enmascarar la idea de la nada. Y se permite decirlo, reconocerlo: «Tengo miedo».

Porque se supone que eso es tema de niños: sólo ellos pueden tenerle miedo a la señora de la calavera con la hoz. El adulto, más aún si es hombre, debiera ostentar un respetuoso dominio de sus emociones y nunca manifestar algo tan pueril como miedo a la muerte. Su muerte.

Pero -claro- lo rígido de esa construcción mental tiene que ver con que ese tipo que «se las sabe todas», con dominio absoluto, nunca piensa realmente en ello; no deja de ser algo eventual, casi tan lejano como la posibilidad que Chile gane el mundial. Otra cosa es con guitarra, otra cosa es estar consciente y saber que se acerca.

Su apodo, Lucky, le viene del tiempo en que fue soldado en la Segunda Guerra Mundial. Gracias a una extraña confusión logra quedar relegado a la cocina del barco, sin haber ido al frente. Por lo que ni siquiera esa experiencia le sirve para desarrollar mayor profundidad: se ha movido siempre como un tipo astuto y simpático que sabe sortear los obstáculos con ingenio.

Pero nunca se detiene a pensar realmente en el sufrimiento gratuito. Por eso resulta significativo en la trama del filme el encuentro que tiene con un colega veterano del conflicto bélico mundial que le relata el diálogo que sostiene con una niña que sale -inesperadamente- de entre los escombros de un pueblo.

El modo en que describe su mirada es tan sobrecogedor, que logra un contraste muy eficaz con ese modo astuto del protagonista de desenvolverse, en el que no existe profundidad ni real consciencia del otro ni de uno mismo. Como si la vida fuera, simplemente, pasando por delante.

Mirar de frente este tema es de una potencia tal que puede provocar inmovilización: estar conscientes que lo que espera después es una gran nada hambrienta que se comerá todo lo que conocemos, puede provocar -fácilmente- la inacción radical: ¿para qué hacer algo, cualquier cosa?

Para el protagonista -en cambio- este dilema aporta vitalidad, un estar en el momento. Aquí resulta fácil adoptar un tono moralizante tipo «la-vida-es-corta-aprovecha-a-tus-seres-queridos-y-disfruta», pero lo cierto es que no ocurre eso el filme.

«Lucky» trata -más bien- de alguien que está viendo todo un poco a través del prisma de la alucinación: «Lo que miro desaparecerá y yo también», parece decir el protagonista. Así entonces, qué tanta cosa.

Ciertamente, no se trata de una observación nueva en el cine. Se ha abordado algunas veces e -incluso- con notable maestría. Difícil olvidar el final de «Escenas de una vida conyugal» (1973) de Ingmar Bergman, sin tregua, con una visión desoladora y pesimista.

O, más cercana al espíritu del filme comentado, «Hannah y sus hermanas» (1986), de Woody Allen, en la que se vislumbra también esa extraña vitalidad, luego de pasar por una experiencia límite. La diferencia es que en «Lucky» se mezcla la realidad con la ficción: el protagonista filma su última película como actor.

Harry Dean Stanton, la persona en la vida real, fue un actor de reconocida trayectoria (fallecido en septiembre de 2017), famoso por ser la primera víctima en «Alien, el octavo pasajero» (Ridley Scott, 1979) y el protagonista de la emblemática «París Texas» (Wim Wenders, 1984).

Stanton hace que «Lucky» se tiña de un sentimiento de cierta incomodidad: ¿Todos estos dilemas también los sentía el actor de carne y hueso? Hay un plano, al final, en el que Stanton mira de frente a la cámara. Con una sonrisa de tranquilidad y satisfacción, parece decir: «Está todo bien, no se preocupen por mí. Estaré bien».

* «Lucky»/ Director: Jhon Carrol Lynch/ Guión: Logan Sparks, Drago Sumonja/ Año: 2017

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