El pueblo de Morille está ubicado a 937 metros de altura, a 18 kilómetros de Salamanca, Provincia de Castilla y León, España; su población es de 267 habitantes, aunque según las palabras del tabernero del único bar existente es posible que el fin de semana, gracias a las visitas citadinas, se superen las 300 almas.
Aquí se sitúa el Cementerio del Arte de Morille, quizá el más importante del mundo en su particular género, en el que han sepultado sus obras artistas como Fernando Arrabal (escritor y Premio Nacional de Teatro), Esther Ferrer (Premio Nacional de Artes Plásticas) y Pierre Klossowski (artista y filósofo francés), entre otros.
En el mismo cementerio yacen enterradas desde el 24 de marzo de 2012, a dos metros bajo tierra, los rostros de cientos de prisioneros políticos -algunos aún vivos, la mayoría desaparecidos- de los campos de prisioneros de Chacabuco y Pisagua en Chile. Metros, muchos metros de cintas de 16mm con los rostros más tristes y amedrentados que se hayan filmado en el país durante las últimas décadas dCineteca Nacionalel siglo pasado.
¿Y cómo es posible que parte importantísima de nuestra memoria histórica yazca bajo tierra en un pequeño pueblito cercano a Salamanca, España? Gracias a Miguel Herberg. Durante algunas semanas del año 2012 fue tildado en Chile como un viejo loco y despechado, porque no querían financiarle un nuevo documental sobre los sobrevivientes de los campos de concentración. Se dijo que era un viejo chalado, loco, chocho.
Si hasta le llamaron “chanta” en ciertos medios de comunicación súper cómicos, mientras que importantes organismos chilenos como la , el Museo de la Memoria o el Instituto Goethe dijeron que las intenciones de Herberg eran populistas y desmintieron todo lo que este señor gritaba.
Herberg asegura por esos días que tenía en sus manos importantes documentos, cintas y entrevistas sobre los prisioneros políticos chilenos y –además- como infiltrado de la derecha que dice haber sido, poseía sendas entrevistas a personajes como Roberto Viaux y el mismísimo Augusto Pinochet.
Pero la intelectualidad chilena (o lo que es lo mismo, los “sobrevivientes” espirituales de la dictadura militar), dijo que no, que ni hablar, que todo era mentira, que el señor Herberg actuó como traductor para una productora especializada en documentales de la ex RDA (República Democrática Alemana) y que si estuvo ahí (porque lo estuvo), fue sólo a guisa de traductor del alemán al español. Y viceversa.
Pero ¿quién es Miguel Herberg? Sin duda, un veterano y polémico personaje, documentalista, escritor, periodista y anarquista, infiltrado en la derecha en Chile por encargo de la productora de Roberto Rossellini, de la RDA y del Partido Comunista Italiano en los años 70, dedicado en la actualidad a su empresa de animación con sede en China.
En marzo de 2012 decide quemar no sólo las citadas cintas, sino que también entrevistas y documentos recabados como espía en la derecha chilena durante cuatro años, proyectando sobre el humo de esas llamas los rostros de los prisioneros políticos que dijo haber grabado con una pequeña cámara de 16mm.
Antes, durante y después de hacer lo que hizo, explicó con la vena carótida hinchada, entre tos y tos (al parecer dejó demasiado tarde el cigarrillo y ahora sufre las consecuencias), defendiéndose como pudo ante un número importante de periodistas venidos de todas partes de Europa a la ciudad de Salamanca.
Lo cierto es que quiso explicarse y lo hizo. Convenció, pero no venció. Porque estar de acuerdo con él y creerle todo, son cuestiones bien distintas. De ahí, en todo caso, tildarle de viejo chocho y chanta a priori, no parece buen periodismo.
A siete años de ocurridos los hechos, recordamos varios aspectos de lo que fue el entierre de material audiovisual sobre la dictadura en Chile. Cultura y Tendencias estuvo presente en esa oportunidad, conversando con el propio Miguel Herberg y con los principales implicados en este acto ¿reivindicativo? ¿simbólico? ¿artístico?…
Universidad de Salamanca, Noam Chomsky, cochinillo y confusión
Llegamos a Salamanca el 22 de marzo de 2012, un día antes de la citada conferencia de Herberg y dos días antes del “entierro oficial”. Quizá una de las primeras cosas que nos sorprende al estar en la Facultad de Filología e Historia de la universidad local -punto en el que, supuestamente, se realizaría la conferencia de prensa- es que desde el portero hasta algunos académicos no tienen idea de qué les estamos hablando.
“¿Miguel cuánto?” “¿Conferencia sobre los prisioneros políticos de Atacama?” “¿Dónde queda eso, cerca de las Sierras de Madrid?” “¿No se estarán ustedes refiriendo a los mineros estos que rescataron hace un par de años en Chile?”
Nos dirigimos, entonces, a la Sala El Gallo, donde -según los organizadores- se iba a realizar durante toda la semana una exposición de los documentos y fotografías que Herberg iba a quemar y a enterrar.
Y aunque nos acercamos varias veces durante la tarde de ese 22 de marzo, las puertas del lugar están siempre cerradas. En uno de nuestros intentos por entrar, un borrachín salmantino de turno, sentado bajo el dintel de las puertas cerradas como un Gólem que vigila el portal del otro mundo, explica que la sala sólo la abren de noche “y eso cuando la abren”. Extraño el espacio destinado a una muestra de tanta trascendencia.
Nuestra decepción es tan grande como nuestra estupefacción. En la prensa chilena, en las redes sociales, en algún que otro programa de la televisión española se habla por esos días con sorna o muy en serio del “Schindler español”, del que “había salvado con su cámara a cientos de prisioneros políticos por el sólo hecho de haberlos filmado”.
Recordamos nuestras propias experiencias como chilenos. Éramos muy jóvenes, pero vivimos en nuestra propia carne esa etapa de la historia: Nuestros parientes bajo represión, nuestros amigos desaparecidos, exiliados o torturados. Pasaron como ráfagas por nuestras mentes las imágenes de los degollados, de los dos jóvenes quemados vivos, de los prisioneros arrojados al Océano Pacífico desde helicópteros de las Fuerzas Armadas.
Así que decidimos relajarnos un rato e ir a comprobar si es cierto que también en Salamanca, como en otras gloriosas ciudades de España, te ponen una tapa (un pequeño “pica pica”), junto con una cerveza muy bien tirada, de esas que dejan “crema” sobre la superficie. Y la verdad es que sí. ¡Y qué tapas! Pequeños platitos de cochinillo acompañados con tacos de pan crujiente. En eso sí, por lo menos, las expectativas se cumplieron.
Sobre las diez de la noche volvemos a la Sala El Gallo y esta vez sí estaba abierta. El local era un sótano. Nos dicen que bajemos en silencio porque se ensaya una obra de teatro. Escuchamos gritos de actrices ¿De qué iría la obra? ¿Quizás representarían una escena política relacionada con la tortura en los campos de prisioneros chilenos? ¿Y la exposición? ¿Y Herberg? ¿Y la Universidad de Salamanca?
Chomsky entra en juego. Se sabe que envía una carta a Herberg, pidiéndole que no concrete su anuncio. Dice el filólogo estadounidense en su misiva: «Me parece que dado el valor histórico e importancia de tales filmes, se los debería preservar si efectivamente son únicos y, de ser posible, se los debería transferir al Museo de la Memoria en Chile».
Enfatiza que se debe respetar el dolor y sufrimiento de los prisioneros políticos chilenos, «cuyas voces e imágenes aparecen en dichos filmes y que de otra manera serían eliminadas de la historia, destino que estaría en directa contradicción con el respeto que se les debe y que -en cierto sentido- replicaría lo que la dictadura militar chilena literalmente hizo con tantas de sus víctimas».
Cuando ya el fastidio se hace notorio ante tanta confusión, aparece como un fantasma shakesperiano salido de “Hamlet”, el administrador de la Sala El Gallo y gestor del Museo del Arte de Morille. Se acerca, nos tiende la mano, inclina la cabeza y se presenta con un susurro: “Sean ustedes bienvenidos, soy Domingo Sánchez Blanco, el sepulturero”.
Domingo Sánchez Blanco, El Sepulturero
“El término alemán museal tiene inflexiones desagradables. Describe objetos hacia los cuales el observador ya no tiene una relación vital y que están moribundos. Deben su preservación más al respeto histórico que a las necesidades del presente. Museo y mausoleo son términos que están relacionados por algo más que una asociación fonética. Los museos son los mausoleos de las obras de arte”. (Theodor W. Adorno, Valéry Proust Museum)
Domingo Sánchez Blanco, Licenciado de Salamanca, artista multidisciplinar, administrador de la Sala El Gallo en donde se realizaría la supuesta exposición permanente de Miguel Herberg, pero sobretodo el cerebro, alma y “sepulturero” oficial del Cementerio del Arte de Morille, lugar en el que se anuncian las exequias de la memoria histórica chilena, sale a nuestro rescate e intenta aclararnos la situación.
El resultado es que quedamos aún más confusos, pero -al menos- ya se comienzan a conocer los personajes principales de un evento que termina llamando la atención mediática mucho más allá de lo que sus organizadores hubiesen imaginado y -probablemente- deseado jamás.
Bajo la hipótesis de que el autor es dueño de su obra y también es dueño de deshacerse de ella cuándo y cómo le dé la gana, ya sea por despecho o por provocación, e incluso por no poder soportar más el lastre de arrastrarla porque lo lleva a la desesperación o al suicidio, Domingo Sánchez, junto a otros “Licenciados de Salamanca”, crean este cementerio-mausoleo del arte.
Conversar con él sobre Miguel Herberg, su polémica quema y entierro, y sobretodo sobre el Cementerio de Arte de Morille, fue una experiencia muy interesante, con un final muy, muy inesperado. (Revisar la entrevista aquí)
“¿Soy yo acaso el armario de la historia?”
A la conferencia de Miguel Herberg del viernes 23 de marzo asisten dos tipos de periodistas: Los locales, que en su mayoría creían estar frente al “Schindler español”, y los chilenos, que daban por hecho que tenían delante suyo un viejo chocho e impostor que sólo buscaba plata, fama o descargar su despecho porque no quisieron financiarle su proyecto de documental sobre los sobrevivientes de los campos de prisioneros de Chacabuco y Pisagua.
Si había algún tipo de término medio dentro de la sala, puede que fuesen los organizadores, los licenciados de Salamanca que observaban el montaje con cierta ironía.
Las paredes de la Sala El Gallo rebosaban fotografías de los personajes más importantes del thriller del 73. Jarpa, Frei, Aylwin, Allende, Pinochet. Incluso destacaban las fotografías más emblemáticas del ataque aéreo de La Moneda, aquéllas que supuestamente fueron tomadas el 11 de septiembre de 1973 desde una habitación del Hotel Carrera.
El escepticismo de la pequeña comunidad periodística chilena que abarrotaba la pequeña sala iba en aumento ¿Pero es que este señor sacó todas esas fotografías que tenemos grabadas en el sub consciente desde que éramos cabros chicos? ¿Él fue el fotógrafo-espía que capturó los momentos más álgidos del golpe, con su pequeña Minolta alemana desde una osada posición a través de una ventana del Hotel Carrera?.
Abundaban sobretodo las fotos de los prisioneros políticos que, supuestamente, salvaron su vida gracias a ser filmados por Herberg. Rostros tristes, amedrentados, resignados. Quizás rostros de seres humanos que esperaban, sencillamente, la muerte. Rostros rabiosamente reales.
En medio de la sala, una mesa soportaba las casi diez bobinas con las cintas de los documentales que, según el señor Herberg, nadie quería en Chile ni en ninguna otra parte del mundo.
Herberg, que tiene prohibido fumar por cuestiones de salud, pidió un cigarrillo, sólo para ponérselo en la boca, sin encenderlo. No parecía nervioso, pero sí muy irritado. Intuía a lo que se iba a enfrentar y permanecía emboscado tras el escritorio y los cristales de sus gafas escudriñándonos con sus ojos de documentalista, uno por uno, calculando el tamaño y número de sus enemigos.
A su lado, franco, sonriente, conciliador, Domingo Sánchez, el sepulturero. Comienza la batalla. (Ver aquí detalles de la conferencia).
Quemando la memoria
Cuando llegamos a Morille, ya era noche cerrada. Hacía frío y en total no sobrepasábamos las treinta personas. La mayoría de los periodistas chilenos al parecer se habían decantado por quedarse en Salamanca probando la siempre “bien tirada” cerveza de barril y, suponemos, que siempre acompañadas por unas riquísimas tapas de cochinillo.
Pero sí había un número importante de periodistas españoles, alemanes, franceses…y sobretodo algunos espectadores locales. Principalmente personas de la tercera edad que habían salido en pantuflas a ver qué quemaban y enterraban esta vez estos locos y simpáticos “jóvenes” que habían venido a instalar el cementerio del arte a su pueblo.
En medio de lo que podríamos llamar la plazoleta se levanta una hoguera aún no encendida en donde posteriormente se quemaría el material. A pocos metros, un proyector parecía estar preparado para disparar los “rostros de los prisioneros políticos” sobre el humo que desprendería la hoguera, la cual sería alimentada por los documentos secretos, fotos y cintas de vídeo recabados por Herberg.
En un rincón un joven “anarquista” de Morille custodiaba algunas pancartas con pintadas de improperios contra Miguel Herberg: “Miguel, cabrón” “¡Herberg a la hoguera!”. Aunque luego descubrimos que había sido idea del propio Herberg y los organizadores del evento para darle un toque de humor a la ocasión. Velada que, sin embargo, tardaba en empezar.
Algunos periodistas decidimos esperar en el pequeño bar del pueblo, a la sazón de un buen vaso de vino tinto para escarmentar el frío castellano, a que empezara la función. Nos entendíamos como los marineros de diferentes nacionalidades que suelen trabajar en los barcos de alta mar. En “espanglish”. Por fin comienza el espectáculo. Don Isidro, trabajador, campesino del pueblo, es el encargado de preparar y encender la hoguera.
Miguel Herberg acerca a la hoguera un par de cajas de cartón atiborradas de documentos, vídeos y fotografías.
Una a una las comienza a arrojar al fuego. De vez en cuando explica qué era lo que quemaba: “Estas son fotos de Salvador Allende, de unas entrevistas que le hicimos en el setenta y…”.
Debemos aclarar que en medio del campo, con toda esa prensa internacional disparando sus flashes y con la carrasposa y débil voz de Herberg, no nos fue posible escuchar todo lo que dijo mientras incendiaba su (nuestra) memoria.
“Estos son documentos secretos de cuando yo me infiltré en la derecha chilena -al parecer añadió: “por idea de Rossellini, el famoso cineasta italiano”- en donde se explica claramente, dos años antes del 11 de septiembre, cuándo y cómo la derecha chilena haría el golpe de estado…si alguien quiere leerlos antes…si no, ¡Ala, a la hoguera!”, comenta Herberg.
– CyT: ¡Espere, señor Herberg! Nosotros queremos leerlos, aunque sea una parte…
– Herberg (Entregándonos algunos folios con un tono casi paternal): Bueno, bueno…pero luego a la hoguera ¿eh?”.
Lamentamos confesar que no sólo no lanzamos esos documentos a la hoguera, sino que los guardamos a buen recaudo y hemos escaneado un trozo de ellos para que nuestros lectores puedan juzgar por sí mismos.
Cuando el humo está lo suficientemente espeso, los se comienza a proyectar el documental “Chile 73 o la historia que se repite”, el que tanto revuelo causa en Chile en torno al tema de la autoría de dicho material.
Pero el resultado no es muy exitoso que digamos. De vez en cuando se proyectan algunas tenues sombras sobre el humo de la hoguera.
En un momento pudimos apreciar claramente la sombra difuminada de una torre de vigilancia del campo de prisioneros de Chacabuco. Confesamos de paso que pudimos constatar posteriormente que en un periódico español estaba claramente “reflejado sobre el humo de sus víctimas”, el rostro del Pinochet más malvado y mediático, ese en que sale con lentes de sol, los brazos cruzados sobre el pecho y rostro de buldog enfadado, probablemente su foto más famosa, la que dio más vueltas por el mundo. El punto es que en el documental de Herberg que se proyectaba sobre ese humo, esa imagen de Pinochet no aparece jamás. Cosas del Photoshop.
Pasan los minutos y lo que puede respirarse en el ambiente era sencillamente…indiferencia. Los supuestos documentos secretos, las fotografías, los vídeos eran todas “copias guardadas a buen recaudo”. El rostro de Allende estaba impreso en unas fotos que más bien se asemejaban a postales compradas en un puesto artesanal del Barrio Bellavista. Había un cierto silencio emotivo, pero nada más.
Quizá la única persona que parecía afectada verdaderamente era la ex mujer de Herberg, que se había alejado a varios metros de la hoguera, le daba la espalda al espectáculo y tenía una mano puesta en la cara. Con tanta oscuridad, imposible saber si lloraba.
Al cabo de una hora, termina el espectáculo. Quién más trabajo tiene es Don Isidro, quien debe mantener viva una hoguera que a momentos se niega a encenderse, como si los espíritus de los desaparecidos quisieran burlarse de tan “solemne” acto y se escabullen para revolotear sobre la húmeda alfalfa que rodea el pueblo.
Se acaba la hoguera y cada uno se va a lo suyo. Nosotros volvimos a Salamanca, pero ya era muy tarde para comer cochinillo. Pensamos que a esa hora en muchas ciudades de Chile aún podríamos haber comido unas sopaipillas con pebre o sánguches de potito. Pero, claro, estamos a más de diez mil kilómetros de distancia.
Réquiem
Es una mañana de sábado hermosa como pocas. La luz del sol lo acaricia todo y el pueblo parece sacado directamente de una de las Novelas Ejemplares de Cervantes. La presencia periodística había disminuido considerablemente. Éramos unos pocos corresponsales y algún documentalista suelto.
No parecía un entierro, sino un festejo. En medio de la plazoleta del pueblo hay una carreta tirada por un burro peludo y de orejas cortas Lo conduce y le lanza improperios campestres para que no detenga la marcha Don Isidro, pero guía las riendas un niño que no supera los tres años.
Sobre la carreta, un cajón rojo, un “sarcófago” en cuyo interior se enterrarían -¿para siempre?-, los sagrados documentos que llevan a Miguel Herberg a realizar un acto más simbólico que extremo.
Luego de cargada la carreta, salimos en procesión desde la plazoleta del pueblo hacia un descampado en donde se encuentra el famoso y polémico Cementerio del Arte de Morille.
Unas treinta personas caminamos lentamente casi 500 metros, al ritmo del burro y de unas falsas plañideras ataviadas con velos negros que imitan llantos de verdadero congojo: “Miguel, por qué lo haces?” “Hay Dios mío, pobrecitos, ¿por qué los entierra?”
Nos preguntamos entonces si estas graciosas plañideras-actrices habrían participado alguna vez en un entierro real de un prisionero político hallado muerto, rodeadas de Carabineros y policía secreta en vez de parientes, amigos, periodistas y Licenciados de Salamanca. Pero era imposible no sentirse alegre en un día tan hermoso, aunque los sentimientos eran muy encontrados.
Mientras avanzamos hacia el cementerio aprovechamos de rematar nuestro trabajo. Habíamos escuchado que Miguel Herberg estaba enterrando sus documentos en ese pueblo por una extraña coincidencia: Por haber conocido a Elia Plaza y Cristina Zelich, dos encantadoras mujeres que se dedican al mundo del arte y que buscaban comprar una propiedad en Formariz, en la provincia de Zamora, el mismo pueblo donde reside Herberg.
Le preguntamos a Elia Plaza por el origen de todo este evento y en qué modo había intervenido ella y su amiga Cristina. Nos responde con la misma franqueza y naturalidad con que el sol alumbra esa hermosa mañana en Morille. Y nos aclara un par de cosillas ¿importantes? (ver aquí conversación con Elia Plaza)
Lo demás fue simple y rápido. En medio de un descampado que se asemeja mucho a los paisajes sicilianos que aparecen en más de una ocasión en la película “El Padrino II”, salpicado de tumbas-mausoleos muy artísticos en donde se entierran obras de artistas vivos y muertos, había una fosa ya cavada, muy probablemente por Don Isidro, en donde en pocos minutos se deposita el “féretro” con todos esos documentos que tanto le pesan a Miguel Herberg.
Una joven canta un “fandango portugués” mientras Herberg y Domingo Sánchez, el sepulturero, lanzan algunas paladas de terrones dentro del foso, los que rebotan sobre el féretro provocando un eco sordo y mortal (Foto 10).
Quizás sólo en ese instante, durante un escaso par de minutos, guardamos todos un silencio respetuoso y sentimos que -de verdad- estábamos en un entierro, y que los que ahí dentro yacían, eran las sombras de unos prisioneros y desaparecidos que nunca descansarán en paz, como en las películas sobre esos fantasmas que no se resignan a abandonar este mundo, hasta que no se les haga justicia. Ahí, en un descampado, a diez mil kilómetros de distancia de su propia tierra.
Nos devolvimos poco a poco al pueblo, comentando lo ocurrido, pero –sobretodo- pensando en la comida. Había hambre y nos habían comentado que en la taberna del pueblo, junto a la cañita bien tirada, te ponían una “tapita” de morcilla que estaba para chuparse los dedos.
Atrás, Don Isidro continúa el trabajo verdaderamente duro: terminar de echarle paladas de tierra al foso de dos metros. Miguel Herberg, plañideras, parientes, amigos, periodistas y Licenciados de Salamanca a comer morcilla, mientras el pueblo se queda allá atrás, solo, enterrando a otro pueblo.
(*) Las fotografías en que no se indica la fuente, pertenecen al periodista y autor de la nota: Beto Stocker Salinas/ En Salamanca, España.