Película «La Mula»: Clint Eastwood propone una sorprendente mirada a los carteles de la droga

La última película del reconocido actor y director Clint Eastwood toca el tema de los carteles de droga, temática que en ambas facetas nunca antes había tratado en su filmografía.

Como suele suceder cuando el cine aborda esta temática, hay una serie de tópicos que parecieran ser imposibles de evadir: tipos tatuados con mirada dura, instrucciones en tono de amenaza o la casa con jardín infinito donde el capo practica tiro, entre otras tantas.

La película no hace gran diferencia y recoge esos pasos forzados en la caracterización de los personajes. Pero es a través del protagonista -Earl Stone- que la narración ofrece cierta dosis de originalidad. Se trata de un veterano (no se especifica de qué guerra) dedicado al cultivo y comercio de flores, participando en varias competencias anuales de horticultura.

Tiene cierto nombre, sus productos son bien considerados. Pero internet hace, como con tantos otros oficios, que sus antiguos clientes lo abandonen, porque decidan encargar ellos mismos las semillas, saltándose el paso del intermediario. Se ve frente a la nada, con una pensión miserable que recibe como veterano y sin saber cómo solventar los años que le quedan.

Ante ese cuadro, alguien le comparte un dato atractivo: hay personas que pagan muy buen dinero por manejar y transportar cosas. No pregunta mucho más y va al encuentro con los tipos, quienes no requieren de un cartel que diga “traficantes”: todo en ellos es la suma de clichés a los que el cine y series nos tienen habituados.

Pero algo en el conductor les hace modificar su dureza: no pueden comportarse como lo hacen siempre, con un viejito que parece no darle mayor importancia al lugar que se está metiendo.

La escena de Stone ingresando reiteradamente con su camioneta al garaje de los traficantes se repite de manera excesiva y termina siendo tediosa. Si bien es funcional, en la medida que permite apreciar un cambio de relación entre el personaje y los miembros del cartel, es -al mismo tiempo- pesada y predecible: lo único que se alcanza a conocer de los rudos traficantes son el par de palabras de cortesía que se cruzan mientras colocan el cargamento.

Un aspecto interesante es el modo en que el conductor incorpora diferentes elementos de la vida moderna. Y no tiene que ver necesariamente con tecnología, sino que de algo mucho más intangible: la forma en que las sociedades van cambiando lo que se considera aceptable.

Hay una escena en la que Stone se detiene en la carretera para ayudar a una familia a cambiar un neumático. Y mientras está en plena faena, les dice -de la manera más normal del mundo- «miren como son las cosas, ayudando a una familia de negretes» (“nigge” en el original). La mujer y el hombre se miran incómodos, pero prefieren no dejarla pasar y le dicen que ya no es bien visto referirse de esa forma a ellos.

El personaje de Eastwood se sorprende sinceramente y toma nota mental para no cometer el mismo error más adelante, pero resulta evidente que su expresión no fue la manifestación de un desprecio que estaba ansioso por salir. Era la forma en que él estaba habituado a expresarse y no había en ello una mala intención o una inclinación a producir vejamen en el otro. Y es que las sensibilidades en la gente no son homogéneas, no todos se ofenden de los mismo.

Cuando comienza la película vemos a los mexicanos que le ayudan en el cultivo de las flores, a uno de ellos le dice que pareciera estar esperando que lo deporten con ese auto tan pobre en el que anda. Nadie se espanta ni ofende, es parte de la comunicación que han establecido.

En términos de estructura, la película no se hace problemas y utiliza una linealidad narrativa de lo más clásica, que avanza recta como un tren en su riel. Los acarreos de Earl se utilizan como referencia temporal, como sucedía en «El Resplandor» (1980, Stanley Kubrick) cuando se señalaba cada nuevo día para observar el progreso de la locura de aquel amigable Jack Torrance.

Un elemento que juega a favor es la importancia que se les da a los paisajes. Las escenas de manejo son captadas -muchas veces- a través de tomas aéreas, lo que permite apreciar el lugar desde una perspectiva no tan sólo funcional; no se nos muestra el paisaje para fijarnos en algo determinante para el desarrollo de la historia, sino que por el gusto de apreciar un paisaje bello.

De alguna forma todo eso tiene relación con Earl, quien insta a sus superiores en el cartel a disfrutar un poco más del momento, intentar bajar los decibeles y gozar la vida. Por supuesto, el sermón es entendido de forma diferente en ellos, tipos jóvenes que saben que forman parte de una organización en la que cualquier salida del programa establecido se castiga con la muerte.

Si bien sus consejos no dejan de ser un poco como los de Pepe Grillo, el hecho de que decida permanecer en la organización después de un cambio de mando con un trato mucho más duro, resulta difícil de comprender.

Por ello, «La Mula» -quizás- no es una de las cúspides del director, pero permite apreciar una temática bastante vista en el cine con una perspectiva distinta, especialmente, gracias a las características atípicas del protagonista. Al mismo tiempo, funciona como una crítica muy potente al abandono de los veteranos de guerra por parte del gobierno de Estados Unidos.

Lo interesante es que el modo en que la crítica es expuesta es a través del mostrar. Por ejemplo, un tipo que se ve en la necesidad de tener ingresos y dona gran parte de sus ganancias para la mantención del centro de veteranos, que se encontraba en franco abandono. Claramente, ahí hay algo que no anda bien, pero no es necesario que algún personaje haga causa común con el director criticando a viva voz. Con mostrarlo basta.

Como apunte extra-cinematográfico, no deja de ser impresionante ver a un tipo de 88 años actuando y dirigiendo su propia película, con una energía que impacta. Resulta difícil no quedarse fascinado con la figura de aquel solitario conductor y pensar: «Cuando grande quiero ser como Clint».

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