Para algunos fueron palabras desafortunadas. Para otros, inhumanas. Lo planteado por el dirigente de la Cámara de Comercio Carlos Soublette, en torno a que «no podemos matar toda la actividad económica por salvar las vidas», es una expresión que sólo responde al interés de los grandes conglomerados empresariales por terminar luego con las cuarentenas para que puedan abrir malls y grandes tiendas, sin importarles la salud de la población porque ellos creen estar protegidos de la pandemia.
En tanto, el planteamiento del ministro de Salud, Jaime Mañalich, de que el riesgo del Covid-19 puede ir para largo, tal vez no sólo para un par de meses -como creen muchos- sino que por varios años, puede tener -por su parte- dos interpretaciones.
La primera es que hay que irse con mucho cuidado porque en cualquier momento el coronavirus toma más fuerza y, por lo tanto, el proceso de restauración de la economía tiene que ser calmado, controlado; y la segunda es que el gobierno está cediendo a la presión del gran empresariado que ve cómo «pierde» con cada día que pasa.
Lo que está claro es que Don Dinero es poderoso. Estos dirigentes ni siquiera han considerado lo que le ocurrió a los pastores del mundo evangélico, cuyo máximo representante -Mario Salfate- falleció y muchos otros sufrieron el contagio por haber hecho una reunión en marzo después que no se atrevieron a cancelar todas las reservaciones en buses, aviones y hoteles.
El coronavirus no es chacota. Muchos quisiéramos que nadie falleciera a consecuencia de su contagio, pero para eso hay que adoptar medidas estrictas. Por de pronto, se hace cada vez más claro que el mundo que va a emerger tras esta crisis es forzosamente distinto a lo conocido, porque vino a producirse cuando el hombre llegó a creerse súperpoderoso.
Ya no bastaron las limitaciones impuestas por la naturaleza, sino que supo mover montañas, cambiar los cursos de las aguas y alterar las bahías y zonas marítimas en pos de beneficios económicos. Se llegó a hablar que en pocos años las personas podrían llegar a vivir 300 años, se generaban robots que ya podían reemplazar al hombre en muchas funciones y cientos de millones se precipitaban a la pobreza más espantosa mientras algunos viajaban por el mundo como quien va a comprar a la feria.
Y en medio de ese mundo, de poca fe y mucha vanidad, desde lo más recóndito de la tierra emerge el más mortal y aterrador virus.
Hay que preparar al país para el nuevo mundo que viene, más solidario, en el que las ganancias no deben ser para unos pocos, sino para todos, con gran respeto por el ambiente.
Un mundo en el que los grandes políticos empresarios, deportistas y todos aquellos que han ganado dinero a raudales, tienen la obligación moral de meterse la mano a su bolsillo para ir en apoyo de quienes se debaten entre el dolor y la desesperanza.
Si el Estado chileno está colocando US$2.000 millones en solventar una serie de programas sociales, también e debe incorporar en esa dinámica la oportunidad para que esa gente se capacite, para que ellos mismos mejoren sus viviendas o se creen nuevos emprendimientos que les permitan generar un sustento más estable sólido y digno. Lo otro es seguir tirando el dinero al viento.
Para el mundo y para el país que vienen tras esta intensa pandemia, tod@s -sin excepción- son importantes.
(*) El autor es periodista.