El mismo Cervantes parodia en la figura de Don Quijote el efecto nocivo de la ingesta de libros. Piense también en la influencia que tiene “Mi lucha” en las jóvenes generaciones alemanas de los años 20. Y qué me dice de toda esa pléyade de literatura de “segunda” tipo autoayuda, con títulos tipo “Persigue tus sueños”, “Sé feliz”, “Hágase rico así”.
Soy consciente de las críticas que puede suscitar un título atrevido como éste en una columna. ¿Quién se atreve a contravenir la existencia del mito más arraigado en el imaginario colectivo que afirma -categóricamente- que leer no es bueno, sino que buenísimo? Pues el suscrito dice “depende”. Como ya se citaron algunos ejemplos, de que hay basura literaria es innegable y que es mejor pasear por el parque o ver la televisión antes que leer dicho material, también.
Aunque la anterior consideración parezca obvia, resulta terrible defenderla. Sobre todo cuando la generalidad piensa que la lectura es el mayor indicador de “cultura” de nuestra sociedad.
El estudio internacional NOP Word Culture Score sobre lectura señala que los hombres leen menos que las mujeres; que los japoneses y coreanos son los que menos horas leen; y que los indios -por el contrario- son los que más leen.
Lo cierto es que quien hace estas encuestas se cuida muy mucho de no emitir juicios e -imprudentemente- deja los datos ahí, para que la gente saque sus propias conclusiones, sin dar más explicaciones. Ante ello, la masa infiere tres cosas: que el hombre es tonto, que los coreanos y japoneses son burros y que los indios son intelectuales. Estamos rodeados de falacias de todo tipo, pero ésta en concreto me exaspera.
Según los últimos datos, en España se publican más de 87.000 títulos al año y en Iberoamérica alrededor de 200.000 o lo que es lo mismo 547 libros diarios con su ISBN en regla. Con estas cifras resulta evidente pensar que muchos de los textos no sean nada del otro mundo.
El acto de leer no convierte -necesariamente- al lector en un sabio o en una buena persona. El que una obra literaria beneficie o no al destinatario depende no sólo de la calidad de la misma, sino que de otros factores como la edad del lector, su situación anímica, el nivel intelectual, el grado de interés que pueda despertarle, su pertinencia. Y -aun así- nadie podría afirmar que después de haber leído una obra magna uno se enriquezca automáticamente. ¿Acaso soy mejor persona por haber leído “Cien años de soledad”? Recuerde que la cárcel está llena de ávidos lectores.
El que las editoriales se quieran enriquecer metiendo en un mismo frasco toda la producción literaria, argumentando que cualquier libro va a resultar beneficioso, es como si llenáramos una mochila de alimentos de cualquier índole y dijéramos “coma, coma, que todo le sentará de maravillas”.
Ahora bien, otra historia es saber a qué llamamos calidad dentro del popurri cultural que nos toca vivir. Apostaría a que la mayoría de la gente identifica la excelencia partiendo del modelo cultural propio. Y es que -como ven- la perspectiva “emic” siempre está presente en este tipo de valoraciones.
Pese a que esta reflexión no tiene la intención de relativizar el tema, no me queda más remedio. A pesar de que todos sabemos que cualquier hecho humano es cultural, al decir que la producción literaria beneficia a todos los lectores deberíamos matizar: “La mala nunca y la buena a veces”. Ante ello, tendríamos que prestar más atención a la calidad y menos a la cantidad.
(*) José Manuel Orrego es académico español, doctor por la Facultad de Psicología de Oviedo (España). Colabora como columnista en numerosas publicaciones iberoamericanas.
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