Damos inicio a nuestra sección «Ficciones» con un relato literario inédito. Una pequeña distopía en tiempos de pandemia, con atmósfera claustrofóbica y tintes libertarios.
———————————
DÍA 7
– Mamá, ¿almorzaste?
– Sí, mi amor. Lo importante es que tú comas algo.
– ¿Te lavaste bien las manos? Voy a esperar que los bichos mueran para almorzar. No te acerques, por favor. Recuerda que nos podemos contagiar.
– Tranquilo. No voy a salir.
Mientras camino a la cocina, no puedo creer que ya cumplimos una semana de la cuarentena que ha provocado esta enfermedad, tan contagiosa, tan mortal. Lo peor es que no hay una fecha definida para volver a la normalidad.
Trato de mantener la cordura, a veces pienso que soy de los pocos que lo logra. Por suerte tenemos una casa grande. Mi madre y yo la compartimos junto a un patio enorme. Eso disminuye las posibilidades de contagio y una muerte segura.
Temo por ella. Este virus ataca, sin piedad, a los mayores. Mi viejita ya tiene sus años. Por eso, ninguna precaución es poca y nuestro contacto es desde lejos, como debe ser.
Este no es un resfrío como cualquier otro, es distinto porque es cien por ciento letal. No seguir las instrucciones que han dado, tantas veces, los especialistas por la televisión, la radio y los diarios, es un boleto rápido a la tumba.
Sé tanto de la enfermedad que -a veces- pienso que puedo contestar cualquier tipo de pregunta y dar una charla a gente menos preparada que yo. Incluso a esos universitarios pomposos que se creen más, por tener un cartón con dos estampillas colgado en la pared, juntando polvo.
No soy médico y no he ido a la universidad. Me eduqué en las calles de la vida, como muchos. Soy autodidacta. A veces pienso que sé mucho más que los demás, pero trato de no demostrarlo. La gente es muy envidiosa y más en el ambiente donde me muevo.
El contagio masivo que estamos viviendo es grave. Todo por culpa de nuestros políticos de pacotilla. El Director Supremo, con sus limitaciones propias y las de sus asesores, no le dieron importancia. Decidieron no escuchar a los científicos que se los advirtieron.
Ellos sólo ejecutaron acciones mezquinas, siempre pensando en los intereses económicos de los empresarios que los financian y nunca le dieron importancia a la gente. A esas personas que los eligieron porque creyeron en sus mentiras, pero que jamás pensaron que los abandonarían.
Ha quedado en evidencia que su codicia no tiene límites. Siguen ganando su sucio dinero, a costa de los que están muriendo. ¡Son lo peor! Ellos debieron ser los primeros contagiados. Pero le dan asco hasta a los bichos que han provocado esta pandemia.
Pero eso no lo ven mis compatriotas o no quieren verlo, incluso los universitarios. Prefieren mirar hacia otro lado y no saber lo que sucede. Además, ya es complejo llevar comida a la mesa en un ambiente de pandemia, como para preocuparse del contagio y morir. Porque este virus es así, rápido y letal.
DÍA 18
Ya van 500 muertos, en su gran mayoría gente del distrito bajo. Esta pandemia la trajeron los ricos y los que mueren son los pobres. Nunca se preocuparon de no contagiar a sus empleados, a sus sirvientes, a los que trabajan para ellos.
Esta enfermedad es la venganza de la elite al levantamiento social, económico y cultural que protagonizaron esos mismos pobres que ya no están. Esa que amenaza con fuerza las injusticias vividas por décadas y que busca cambiar las reglas del juego por uno más igualitario. Uno que termine con algunos de los beneficios que sólo tienen los del distrito alto. Los ricos, los poderosos, aquellos que lo tienen todo, están asustados. Ven peligrar sus privilegios ganados de manera fraudulenta, cruel y explotadora.
Por eso importaron este virus, para que la gente se esconda en sus casas y no salga a las calles por temor a morir, pero sin dejar de trabajarles un día. Y lo han hecho con la seguridad de contar con los mejores médicos y la tecnología de vanguardia. Aunque muchos se contagien, no les pasará nada. A nadie le sorprende. Siempre ganan ellos. Lo demás sólo miran, trabajan, mueren.
No sé si conoceré a alguno de los que ya no están. Tampoco me ha llamado nadie para contarme. En las noticias no dan los nombres, ni de dónde son. Los pobres sólo son números.
– ¡Mamá!. ¿Tenemos muertos en la familia?
– No, todos están bien. No te preocupes. Trata de dormir.
Tengo que mantener la calma. No sólo por mí, también por mi madre. Ella está segura porque me tiene a su lado. Bueno, tampoco estamos tan cerca. Pero es lo más seguro.
Decidimos que lo más adecuado es vivir en ambos extremos de la casa. Así no nos contagiamos. Ella cocina y me deja una porción. Almorzamos separados. Esta enfermedad es muy grave.
Gracias a que estoy tranquilo, mi viejita también lo está. Ella cuenta conmigo para pasar estos duros días de encierro e incertidumbre. ¿Qué haría la pobre sin mí?
Hoy está nublado, corre un viento helado. El otoño le abre paso al invierno. Se sabe que al virus que ha provocado esta pandemia a nivel mundial, le gusta mucho el frío. El viento permite que estos bichos se trasladen de un lugar a otro y que el contagio se propague. Mientras el calor los mata, el frío los reproduce a velocidades nunca antes vistas. Lo sé porque leo mucho. Más que los demás.
Los científicos han tratado de modificar su ADN, pero todos han muerto. Otros, con más suerte, han intentado que mute, sin éxito. Este virus es más sofisticado que otros y tiene la capacidad de crear sus propios anticuerpos contra las vacunas que se han creado para eliminarlo. Estamos en guerra contra un enemigo muy poderoso.
DÍA 26
El canto de los pájaros me despertó. Hacía mucho que no los escuchaba. Al mirar por la ventana del segundo piso, observé que mi árbol favorito sigue con sus hojas verdes y su cerrado follaje. Allí es donde las aves se reúnen a conversar, cantar, hacer vida en sociedad, interrumpiendo así, el silencio de la cuarentena. Se ven tranquilos y despreocupados. Entienden que sin los humanos, el mundo les pertenece.
– ¡Mamá, al fin llegaste! ¿Estás bien?
– Sí, ahora que te veo me siento feliz.
En las noticias hablan de 3.000 muertos, de todas las edades. Pero se rumorea que es el doble.
El Director Supremo -en cadena nacional- dice que la pandemia está casi controlada y que no hay nada que temer, que lo peor ya ha pasado. Asegura que el virus se ha vuelto bueno y que nos dará una tregua.
Pero la gente sigue sin salir a la calle, no le creen. Incluso mi vecino, de la derecha, que votó por él, ahora se siente defraudado, engañado. Esta crisis le ha abierto los ojos. Admiraba al Director Supremo por su fortuna. Pensaba que -al apoyarlo- los demás pensarían que él también tenía dinero y que pertenecía a una escala superior.
Ahora, en cambio, cuando lo ve en televisión, le grita cosas y ninguna es buena. Pero de qué sirve hacer eso. El daño ya está hecho.
En cambio, a mi vecino de la izquierda nunca le ha gustado el Director Supremo. Lo deja muy claro cada vez que habla, de lo que sea. Me parece más honesto. Se ve una persona sencilla, alegre, hace bromas todo el tiempo. En especial cuando se despide por las tardes. Levanta la mano en señal de adiós y dice: “la alegría ya viene”. No sé a qué se refiere. Lleva tiempo diciendo lo mismo y la alegría nunca ha llegado.
DÍA 31
Anoche no pude dormir. Sentí golpes en la puerta que da a la calle y escuché varias voces murmurando.
En las noticias afirman que la gente se muere a montones. El distrito bajo es el más golpeado, como era de esperar. Ellos no pueden aislarse, sólo tienen una habitación para cinco o siete personas, incluidos niños y ancianos. Son casas a medio terminar. El frío se cuela por todos lados. Los virus se dan un festín.
Por eso anoche no salí a ver quiénes estaban en la puerta. Seguro me contagiaban. Para eso lo hicieron, para engañarme, pero no caí. Saben que nuestra casa es grande. Sospecho que mi vecino de la derecha les pasó el dato. No lo soporto, en especial, cuando habla sin parar de sus títulos universitarios, cuando todos sabemos que es un mediocre. Miente todo el día para hacerse el importante.
Ahora todo está tranquilo. No hay un alma en las calles.
– Mamá, ¿escuchaste el ruido anoche?
Sin respuesta. Silencio.
– Mamá, ¿Te asustaste?
Conversé con Andrés, mi partner de toda la vida. Como siempre, nos acordamos de la época de colegio, de los amigos y, por supuesto, de las bellas mujeres que nos rodeaban.
Uno de nuestros temas preferidos es recordar mi talento para los deportes. De lo rápido y habilidoso que era. Todo lo que hacía, se veía tan fácil. Andy no se cansa de describir las expresiones en los rostros de los jugadores de los otros equipos, al verme competir. Era como si todo pasara en cámara lenta. Mis movimientos, sus reacciones de asombro, mis celebraciones al anotar. Lo tiene grabado a fuego en su memoria.
Yo, en cambio, vivía todo a mil por hora con la energía y la adrenalina al tope. La euforia del momento era como estar en las nubes, flotando, sin saber nada de calificaciones, estudios, un futuro. Para mí, todo ocurría en quince minutos.
Los profesores me alentaban constantemente a seguir jugando, a no perder el rumbo, ni la pasión. Los compañeros -hombres y mujeres- nos acompañaban con vítores, canciones, colores, abrazos. El ambiente giraba en torno a mi talento. El triunfo era yo.
Todo era éxito, medallas, trofeos, fotos, entrevistas, becas deportivas, fama. Los campeonatos a nivel escolar, las competencias a nivel distrital, lo que fuera. Siempre elegido “mejor jugador”, el más nombrado y al que todos querían en su equipo. Por supuesto, las mujeres también querían tener una parte de mí. Andy decía que yo era un “puto crack”. Y tenía razón.
Hermosos momentos en donde siempre faltó mi padre. Los trofeos sí están ahí, en la repisa que ahora sólo acumula polvo, como los diplomas de los universitarios pedantes. Son tantos los premios que no caben todos.
En cambio ahora, nadie me reconoce. Soy una leyenda olvidada que sólo revive cuando es tema de conversación entre amigos.
– ¡Mamá, no te oí entrar!
– Acabo de llegar. ¿Cómo te sientes?
DÍA 51
Desde el aire es posible ver lo desolada y vacía que está la ciudad. No hay un alma en las calles. Las plazas de juegos están sin vida. Es extraño verlas sin esa felicidad, tan propia de los niños mientras se divierten. Ahora son los pájaros quienes se han tomado esos espacios infantiles. Su excremento da cuenta de aquello, está por todos lados.
Jamás pensé que este regalo de mi padre sería tan útil en un momento como éste. Un dron. ¿Quién lo iba a pensar? Un hombre como él, regalando un objeto útil a otra persona. Sólo quienes lo conozcan bien, como su esposa e hijo, entienden mis palabras.
Para él, mi peor defecto es la enfermedad que me detectaron en la adolescencia: conciencia social. Jamás me ha perdonado que piense distinto a él y yo tampoco. Somos polos opuestos.
No veo televisión porque la considero basura, hace años que la ignoro. Recuerdo que leí una frase que me abrió los ojos: “La cultura es la dueña de tu mente”. Y eso buscan esos ejecutivos mediocres que dirigen los medios de comunicación, con el único objetivo de que seamos las ovejas de un gran rebaño de ignorancia y salvajismo intelectual.
El resultado que persiguen está muy claro. Tener mano de obra barata, que no piense y que no tenga conciencia de sí misma. Peor aún, que se peleen unos a otros por los restos que dejan los del distrito alto. ¡Es patético!
Es la primera vez que utilizo este dron. Lo saqué hoy de su caja para despejar mi mente. Mientras cruzaba por el living de la casa, tuve la mala idea de prestarle atención a las “noticias” en la televisión que estaba prendida.
Escuchar al Director Supremo -una y otra vez- repitiendo su discurso banal sobre la cuarentena, de lo bien que lo están haciendo, me superó. Junto a él, como siempre, estaban sus asesores, todos desconectados de la realidad. Ellos justifican esta dictadura económica, social y cultural.
Van 40 mil muertos a causa del virus. Eso es lo que reconocen. “Estamos preocupados de los más vulnerables”, repiten sin escuchar sus frases llenas de contradicciones. Nadie los cuestiona. ¿Acaso soy el único?
Me irrita pensar en esos asesores y en el gobernante que tenemos. Me inquieta imaginar el futuro, tanto que no puedo dormir. Hace mucho que no tengo un sueño reparador. La ansiedad me carcome, casi no la puedo controlar. Estar en cuarentena no me ayuda. Por el contrario, me tiene deprimido y, a ratos, me cuesta respirar, el corazón me late a mil por hora. ¿Cómo se puede vivir así? Quiero escapar, salir de aquí. ¡Maldita cuarentena!
No quiero que mi madre me vea así. No en este estado. No se lo merece. Ella ha hecho todo por mí. Soy un hijo horrible. Otro punto en común con mi padre. Tenemos un don especial para dañar a las personas que nos aman. No somos tan distintos después de todo…
DÍA 80
Hoy vino nuestro médico. Mi madre está fantástica de salud y hermosa como siempre. Los observé desde lejos mientras conversaban. Yo he logrado controlar de mejor manera mi ansiedad, mi ira y la irritabilidad que me ha generado esta cuarentena.
En este tiempo he pensado en seguir el consejo que tantas veces me ha dado mi madre: tener un hijo, aunque prefiero que sea una niña. Son más tiernas, además siempre te verán como su héroe y el gran hombre de sus vidas. Mi vieja insiste en que llame a la Trini y trate de reparar todo el daño que le hice. Iré a verla al salir de este encierro. He pensado mucho en ella. La extraño y necesito que me perdone.
El médico me dio buenas noticias. Coincide conmigo en que he avanzado bastante desde que comenzó la cuarentena. Lo mismo piensa de mi madre. Nos ve bien. Me siento calmado y limpio de cuerpo y mente. Debo seguir así. No puedo caer en otra depresión que me lleve al lugar oscuro del cual estoy saliendo.
La relación con mi padre no cambiará. He optado, en forma consciente, por tomar un camino completamente opuesto al suyo. Aunque seamos muy parecidos -en lo físico y en compartir el mismo nombre y apellido- siempre será la persona de la que renegaré hasta el final de mis días.
Nunca ha sido un padre presente. Toda mi vida prefirió dedicarse a los negocios y a la política. Superó con crecer su meta. Hoy es un reconocido empresario, además de ser uno de los líderes del principal movimiento político-económico de la nación.
Mientras trabajaba por cumplir sus sueños, destruía los míos: tenerlo para mí, jugar con él, saber que estaba en la casa antes de caer dormido esperando su llegada. Nunca ocurrió. Odio todo lo que venga de su empresa o de su partido. A sus empleados, amigos, seguidores y también a sus amantes.
Ahora lo veo ahí, parado. Su rostro está sereno, tranquilo, relajado, casi inalterable en la conferencia de prensa que transmite la televisión, en vivo y en directo.
Es él quien ejerce el control total del país. En su escritorio se decide el futuro de millones de personas, ninguna de ellas tiene nombre, para él son sólo números. Él es el verdadero Director Supremo, el otro es una pantalla que está ahí por motivos de seguridad, en caso de un atentado.
Mi padre es el Director Supremo, quien dirige esta dictadura, oculto bajo el título de asesor. Mi padre es también quien me encerró y obligó a esta cuarentena, en el mejor y más secreto centro de rehabilitación de drogas del país. Todo, a causa de mi adicción al “puto crack”.
* Ilustraciones: Cristian Salinas (MalaMano) / Instagram: @elmalamano / Facebook: Cristian MalaMano