Más de quinientos años después, la discusión en torno a si las culturas indígenas se ubican en una posición de barbarie o civilización continúa en distintas formas y gana páginas y espacios en los medios de comunicación, aunque siempre desde una perspectiva lejana, quirúrgica, externa. Son otros, son distintos, son el problema.
Pareciera que nada ha ocurrido entremedio y el gran debate en torno a si son personas o no sigue mutando, pero se mantiene. El ocultamiento de la existencia de sociedades primigenias, con sus concepciones diferentes a las establecidas por quienes finalmente se hicieron del poder, continúa sin tregua. Las diversas resonancias mediáticas construyen cotidianamente ese otro como un antagonista.
Llama la atención que bajo ciertos cambios semánticos, aún las lógicas siguen siendo las mismas que en la época del descubrimiento. El deseo de expansión comercial y militar aún se transforma en el motor de lo que para las voces oficiales constituye el progreso. Las pequeñas vociferaciones precoloniales, sin embargo, siguen ahí, como ecos eternos, como la propia naturaleza ante la cual se miran e identifican.
El escenario, a pesar de los muertos, a pesar de las tragedias, a pesar de las historias oficiales, a pesar del pie puesto sobre lo distinto, sigue siendo constituido –por un lado- por las culturas indígenas y –por el otro- por un progreso bastante obtuso. Las dinámicas de imposición no han cambiado, los discursos que instalan la humanidad y la racionalización exclusivamente en lo moderno se reformulan y reaparecen con nuevos bríos una y otra vez. Colonización no sólo rima con globalización.
Y es que transcurridos ya más de cinco siglos, las culturas originales continúan batiendo sus manos. En Bolivia por momentos han sido capaces de organizarse, enfrentar las infraestructuras de lo moderno y desestabilizarlas de tal forma que hacen caer a un gobierno; incluso llegaron a formar uno. En México se constituyeron en referente justo cuando el país quería olvidar sus raíces en un embriagante discurso modernista llamado TLC. En las zonas amazónicas verdaderos corazones primigenios continúan no sólo latiendo sino que, contra todo, multiplicándose. En Chile, la región de la Frontera sigue haciéndole honor a su nombre y pone en jaque al Estado chileno cuando éste quiere entrar a imponer su orden político y económico.
La llave del conocimiento
El por qué siempre surgen con posturas de choque no debiera ser sorpresa. Ellos son los vivos ejemplos de la exclusión, del rechazo y del ocultamiento. A pesar de transcurrir más de quinientos años, las visiones y los procesos continúan siendo paralelos y no complementarios entre lo indígena y lo moderno. Como canta León Gieco en «Cinco siglos igual», “Muerte contra la vida/ gloria de un pueblo desaparecido/ es comienzo, es final/ leyenda perdida, cinco siglos igual”.
La gran tarea pendiente sigue siendo cómo aceptar al otro, cómo generar en la alteridad procesos de encuentro y no de desencuentro, pues el ocultamiento ha sido la mejor arma para mantener este profundo y extenso escenario de intolerancia. No cabe duda que una lógica de conocimiento y memoria desencadenaría una dinámica totalmente contraria.
En las horas actuales, ambas herramientas adquirirían una particular resonancia en los medios de comunicación. Su carácter masivo, su indiscutida penetración social, podrían servir de base para fomentar la observación del otro no como un distinto. Pero por el contrario, a base de la globalización-colonización, los medios hoy son verdaderas fábricas de prejuicios.
El conocimiento -que implica saber no sólo de la existencia de las culturas precoloniales, sino que de sus características, su desarrollo, sus creencias, sus ricas cosmovisiones- juega un papel central en la idea de construir una lógica de comprensión recíproca, en la generación de una resistencia a la intolerancia, favoreciendo una búsqueda consciente a favor de la solidaridad y brindando instrumentos de estudio y profundización.
Es obvio que las problemáticas subyacentes en este tema son complejas, por lo que la memoria –por su parte- exije una lectura crítica del pasado, descubriendo los auténticos orígenes de conceptos y realidades, que al ser descubierttos en su esencia original, podrían entregar signos de mayor comprensión.
“Junto al conocimiento, la memoria es -por tanto- la llave de la lectura del mundo que nos rodea. Olvidar el pasado significa no comprender el presente y no querer construir un futuro”, explican los investigadores italianos Paolo Collo y Frediano Ressi en su libro “Diccionario de la tolerancia” . Es, sin duda, una idea potente, que siempre se ha conocido, pero que no se ha puesto en juego en América Latina. Menos aún en Chile.
La porfiada resistencia cultural de los pueblos indígenas se ha basado en la construcción de lo propio, a pesar del entorno excluyente. Desde el momento en que los pueblos que habitaron este territorio antes de la llegada española transforman la naturaleza, se forjan los primeros depósitos culturales que –a base de la re-elaboración de los elementos que ofrecía el medio- construyeron sus propias identidades.
Así, la memoria cobra sentido cuando los pueblos indígenas recurren a la herencia de su cultura para sobrevivir en una sociedad hostil como la de hoy. “Emerge de esta forma una cultura de resistencia que escogió guardar en la memoria los gestos de oficios ancestrales plagados de sentidos, para rescatarlos de los procesos de aculturación y entregarlo a las nuevas generaciones”, ha comentado la investigadora Ximena Valdés.
El orín de las multitudes
En América Latina, en general, y en Chile -en particular- la diversidad cultural ha existido soterrada, negada, despreciada, como una corriente subterránea a lo largo de una historia que –por cierto- no la nombra. La oralidad y su lenguaje, además de la producción artesanal, como forma de transformación de la realidad y expresión de sus maneras de entenderla, constituyen los principales instrumentos que han anclado esta diversad escondida, la que ha podido sobrevivir a fuertes, poderosos y constantes procesos de homogeneización por parte de las fuerzas de poder expresadas en los intereses del Estado-Nación, del sistema educativo y de las plataformas mediáticas, entre otras instituciones modernas.
Toda cultura es una manifestación del espíritu y como tal profundamente humana y valiosa. Las comunidades aborígenes servirían, entonces, como paleativo a los excesos de la civilización occidental, con sus valores eternos que se forman a base de un sentido del mundo preexistente al hombre e inherente al universo; a la conciencia de que todo está vivo, de que todo es bipolar y en la unidad de ser, en donde todo es igual a uno: hay diferencias operativas entre hombre-hombre, hombre-árbol y hombre-montaña, por ejemplo, pero todos forman un solo sistema.
“Las culturas aborígenes son todas muy conscientes de la dialéctica universal, pues ella determina el alcance y la oportunidad de las acciones humanas. Es en vista de la dialéctica que todo se ordena: si se está consciente de ella, se respetará tanto lo fuerte como lo débil, tanto al adulto como al niño, a la mujer como al hombre, a la madre como al padre”, ha dicho el destacado investigador Gastón Soublette. Así, la mantención del lenguaje, a través del cual se cultiva la cosmovisión, ha sido un elemento básico para responder con resistencia cultural a los embates del medio.
Desde el mundo “moderno” la duda en torno a si se tratan de grupos bárbaros o civilizados persiste. Continúa porque el contacto que con ellos sigue siendo mínimo y fuertemente mediatizado, con cargas prejuiciosas y conceptos pre establecidos, desde la crónica roja o de la burla. Más de cinco siglos después, aún se piensa si son personas o no. Las imágenes construidas en los medios de poder hablan de etnias perdidas, atomizadas, sin identidad, absolutamente anacrónicas, que requieren y necesitan ser “recibidas” y «civilizadas», estéticos subterfugios para el exterminio, la exclusión y el rechazo.
Pero los ecos eternos resisten, a pesar de que las lógicas de poder no han cambiado en más de quinientos siglos. Para algunos, por ejemplo, la ubicación de Lima constituye una sutil venganza de los incas. Su privilegiado emplazamiento junto al puerto natural (el Callao), lugar desde donde las enormes riquezas del país salieron con destino a las metrópolis del poder, se ensombrece por un inexplicable clima que la tapa de niebla y bruma por medio año, sin que nunca llueva.
Hoy Lima no corresponde para nada a lo que fue su mítica prestancia de “ciudad jardín” y se ve flanqueda por arrabales en los que viven hacinados los millones de marginados pobres, la mayor parte quechuas. Es, precisamente, la profunda desintegración del mundo andino lo que hunde a la ciudad en un caos incesante, de un estado elitista que se hizo por y para las oligarquás criollas, sin la participación del mundo indígena.
“Las antiguas elegantes ciudades coloniales rezuman miseria y sus calles apestan al orín de las multitudes excluidas que las han tomado por asalto”, dice la investigadora española Margarita Farrán.
Un mundo disfrutado
Las culturas indígenas, a pesar de todo, resisten. La dependencia sólo se produce cuando los dominados comparten la ideología de los dominadores. Cuando un pueblo precolonial mantiene su identidad y su orgullo étnico supera la resignación y le da a la palabra futuro una acepción de independencia. Han optado por encubrirse como fórmula de sobrevivencia.
En medio de un poderoso mundo que funciona por el agua y el bosque, por ejemplo, los aborígenes amazónicos pusieron en marcha un patrón único de adaptación al medioambiente, junto a un alto grado de equilibrio y estabilidad entre sociedad y uso de los recursos. La selva es su vida y con ello demuestran y confirman que existen otras formas posibles de relacionarse con el medio, más allá de lo que el mundo moderno considera como puramente economicista.
El indígena amazónico ha usado su entorno para satisfacer todas su necesidades, pero también ha descubierto en la naturaleza un mundo espiritual que vitaliza su cultura. Ese equilibrio no es una ecuación matemática ni una fórmula química, es la subjetivización de lo que le rodea, pues considera que en la selva el ser humano se encuentra justo al medio de un universo ordenado, en donde el hombre es un transeúnte hacia otras zonas cósmicas, que serán abiertas por la muerte.
Mientras el mundo moderno ha secularizado la naturaleza, el mundo indígena se sostiene en que toda expresión de vida natural posee un sentido, más allá que el de ser meramente utilizado. Y la relación establecida origina un movimiento en cadena que, finalmente, repercute en todo el orden natural y social.
Esta cadena de consecuencias es plenamente dominada por el indígena, pues él puede actuar sobre el mundo y los dioses, mientras que éstos lo hacen sobre los hombres. El mundo no se da, se encuentra y se hace partícipe de sí mismo en la medida de haberlo interiorizado, modificado y entendido. El mundo es, de esta forma, disfrutado y no sólo aceptado.
“Por eso el hombre blanco ha profanado el mundo, porque impide su posesión, su disfrute por parte del indígena. Ha constreñido al mundo, lo ha reducido, lo ha mutilado interponiéndose entre el dios y los hombres, erigiéndose en nuevo dios y usurpando sus funciones”, ha escrito la investigadora Farrán.
Así las cosas, ¿dónde está lo bárbaro y dónde lo civilizado?. Si bien, más de quinientos años después los sistemas oficiales del pensamiento continúan en la lógica excluyente, lo cierto es que en este largo período la respuesta tiende a estar más clara, si se sabe buscar. Los ecos eternos de los excluídos demuestran con su resistencia que la civilización no se escribe con el ocultamiento ni el rechazo, sino que con el convencimiento de que lo que hace similar tanto a un ser humano como a otro, “es el hecho de que cada uno lleva en sí la figura del otro”.