Aún se requiere perspectiva para entender cuál será la huella que va a dejar todo este caos del coronavirus. Pero uno de los aspectos en que ya se puede ver una cicatriz es en la proxemia, es decir, en la forma en que se maneja la distancia interpersonal.
Los latinos somos besucones, nos gustan los abrazos y otras formas de contacto físico. No es porque nos queramos, es así por una explicación meramente cultural: somos invasivos. Incluso podríamos pensar que hay cierta hipocresía social en todo esto, especialmente si nos acordamos –por ejemplo- de la película “El Padrino”, en la que un beso significa “Te voy a matar”.
Los antropólogos saben que los países mediterráneos -y también los de Hispanoamérica- tienen en común esta peculiaridad. El porqué de esta conducta es difícil de explicar, hay muchas teorías; desde las que apelan a los rigores del clima a las que aseguran que hay una base biológica, en concreto en la amígdala, una región de nuestro sistema nervioso implicada en la regulación de la distancia en que las personas se relacionan con otras.
Por el motivo que sea, cuando llega a Hispanoamérica un sueco, canadiense o estadounidense –lo que en América Latina se conoce como “gringo”- se queda desconcertado ante esta costumbre tan “insolente” de dirigirse a los otros, según piensan muchos de ellos.
El estadounidense Edward Twitchell Hall, experto en comportamiento humano, propuso una teoría ya clásica para este tema de las distancias en las relaciones sociales interpersonales. Hall distingue cuatro categorías, que van desde la más próxima a la más distante y denomina: íntima, personal, social y pública.
Las que más nos interesan en estas horas de pandemia son la distancia “íntima” y la “personal”. Para el citado autor, la primera se da cuando dos interlocutores mantienen una separación de menos de 45 centímetros y se restringe sólo a personas de nuestro círculo más próximo: familiares, amistades o relaciones sexuales. La otra categoría, la “personal”, se reserva para conocidos, colegas o para conversaciones habituales, ya sea por trabajo o causas circunstanciales y -en este caso- la distancia aproximada es de un metro.
Lo cierto es que los investigadores se dieron cuenta de que las personas nos posicionamos enfrente de nuestro interlocutor de una manera inconsciente. Dicho posicionamiento nos da información muy importante sobre nuestro contertulio.
Quién no ha sentido simpatía o antipatía por alguien sin razón aparente. Algunas explicaciones pueden encontrarse en esta área que conversamos. Tal vez de forma intuitiva fueron detectadas incoherencias entre el contenido del mensaje verbal y la proxemia de la otra persona. Cada cultura tiene unas distancias establecidas y, sin darnos cuenta, los miembros de una misma comunidad asumimos esa separación como una fuente más de información.
Otro asunto es cuando se producen interacciones entre personas de distintas culturas. Por ejemplo, cuando un asiático, estadounidense o europeo del norte se relaciona con un chileno, español, italiano o argentino, puede surgir una disonancia originada por esta falta de armonía a la hora de manejar las distancias. Mientras que los primeros guardan una distancia personal superior a un metro, nosotros reducimos o invadimos su espacio creando situaciones violentas o -peor aún- malentendidos.
¿Y qué pasa ahora con la pandemia? Lo cierto es que nadie lo sabe. Este secular hábito tan nuestro del contacto ha sido borrado por decreto y muchos no sabemos cómo utilizar el espacio social. Probablemente a usted le ha tocado ver como otro peatón u ocupante de un espacio en común se separa como si con la mirada se infectara. O ya la ha tocado ese escrupuloso ciudadano que hace una fila con usted y le mira recelosamente para comprobar si la distancia se mantiene. ¿Y qué me dice de esos saludos donde nuestra mano vacilante no sabe qué hacer?
Vivir nuestras relaciones sociales al estilo escandinavo no es fácil para una cultura en que la palmada, el abrazo o el beso constituyen acciones habituales. ¿Y el saludo con el codo? Lo siento, pero me niego a hacerlo; prefiero hacer una genuflexión japonesa antes que hacer esa esperpéntica pirueta.
Aún hay más: la mascarilla. No me diga que con este artilugio el deterioro de la comunicación no ha sido brutal: el mensaje ha quedado restringido al ámbito verbal y mucha de la riqueza paralingüística que acompaña al intercambio de información ha desaparecido. Este obligatorio atuendo elimina la expresión facial, el movimiento de la boca y -en definitiva- al lenguaje corporal.
Puede que esta realidad parezca banal, pero debe pensarse que para algunos es difícil renunciar a un hábito milenario. ¿Cómo vamos a cerrar un trato sin ese apretón de manos al estilo fenicio? ¿Cómo saludar a ese amigo que llevo tiempo sin ver? ¿Cómo captar la honestidad de alguien con la cara tapada?
No sé si llegaré a acostumbrarme a estas relaciones robotizadas fruto de los tiempos en que vivimos, pero -al menos- me consuela pensar que esto de las mascarillas ha igualado a guapos y feos.
(*) José Manuel Orrego es académico español, doctor por la Facultad de Psicología de Oviedo (España). Colabora como columnista en numerosas publicaciones iberoamericanas. Escribe desde Madrid.
– Imágenes tomadas desde Pixabay