El hombre de la gorra

Segunda entrega en esta sección, nuevamente con un relato literario inédito. 

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La plaza San José de Jesús María es un refugio agradable para quién quiere salir de la rutina y abrigarse en el descanso, pues fue diseñada para solaz y esparcimiento de los vecinos y visitantes. También puede convertirse en una feria debido a la presencia de personajes insólitos como aquél pertinaz predicador, que vistiendo siempre terno negro y con una Biblia en la mano, se ubica frente a la iglesia de estilo gótico para lanzar vituperios contra los católicos o los seguidores de diversas doctrinas cristianas. Otro personaje pintoresco es la mujer siempre de blanco que semeja una estatua de piedra. Ella entretenida en hablar con sus fantasmas, se amontona en la banca más apartada.

Pero es especialmente el viernes el día que más asistentes reúne la plaza, pues casi al bordear la noche, una banda interpreta música del recuerdo y son muchas las parejas que salen a bailar viejos valses, mambos, guarachas o paso dobles, inmutables al frío si es invierno o al calor si estamos en verano, mientras niños y madres juegan por allí y los heladeros o vendedores de golosinas ofrecen sus tentaciones según la estación.

Uno de esos días, frío y ventoso por demás, tanto que la placita sufría ausencias, un hombre joven, de barba en forma de perita y una gorra gris se ubicó cerca de la pileta, pero descontento cambió de lugar para quedar frente a una jovencita que, ajena al clima, leía un libro.

El hombre de la gorra sonrió al verla y se puso a observarla con tanta insistencia que la chica, levantando la vista, se encontró con la de él, amablemente hizo una inclinación de cabeza y la siguió cuando ella se levantó pero sin prisa, pues solamente quería verla a distancia mientras se iba por las calles aledañas hasta llegar a su casa, uno de esos chalet que la modernidad va desapareciendo en Jesús María para convertirlos en edificios de departamentos.

En las siguientes semanas, el hombre de la gorra se paseó por la calle de Elisa, así se llamaba la chica, hija única de madre soltera con la que vivía en casa de los abuelos, además de tres tías solteras. Elisa estudiaba odontología, pero le gustaba la lectura de novelas de amor y eso era -precisamente- lo que estaba leyendo en la plaza San José la tarde que el hombre de la gorra la descubrió. Al fin la espera de éste llegó a buen término cuando pudo volver a ver a Elisa, conversar con ella y terminar siendo su amigo, cosa curiosa en ella pues no era de carácter sociable y -menos- inclinada a conversar con desconocidos.

Las invitaciones se sucedieron unas a otras, algunas veces fueron exposiciones, otras paseos por la Lima cuadrada, pero -sobre todo- las conversaciones en la plaza San José, sobre temas relacionados a la liberación femenina y como una recurrencia para él, la virginidad de la mujer. La esposa -decía- debía entrar inmácula al matrimonio y entregarse al hombre como un hálito, amando total y absolutamente aunque no la amaran, pues -precisaba- ese debía ser su papel, como el agua, como la madre tierra.

A Elisa le parecían raras estas conversaciones, pues como todas las jóvenes a los veinte soñaba con un hombre que la amara y la hiciera sentir el amor, pero encandilada por la voz y la mirada de este extraño ser, nada decía.

El excéntrico predicador que había observado varias veces a la pareja sentía repugnancia por el hombre de la gorra y una extraña atracción por Elisa a quién buscaba proteger de alguna manera. Una noche, bastante tarde, Elisa regresaba de sus clases en la universidad San Martín de Porres y el hombre de la gorra -sin darle tiempo a nada- le tapó la boca con un pañuelo empapado en cloroformo y, cargándola en sus brazos, la metió en el carro que horas antes había alquilado.

Luego de un largo viaje llegaron a su destino, una casa a medio construir pero estratégicamente ubicada en Puente de Piedra, lejos de otras construcciones. Después de un mes de desaparecida y la búsqueda desesperada de familiares y amigos, el mar de Ventanilla, donde años atrás se estrelló el fokker con el equipo de Alianza, comentaría un periodista radial, varó el cadáver mutilado de una joven que respondía a las características de Elisa. Como resultado del peritaje criminalístico se pudo determinar que había fallecido envenenada por pequeñas dosis de arsénico y una fuerte cantidad de soporíferos.

Llueve en Lima, esa lluvia raquítica que predispone a los malos presagios y a las tristezas. En una de las bancas de la plaza San José está sentado el predicador, tiene la Biblia cerrada y un aire de melancolía infinita, se lamenta por no haberse acercado a Elisa, sintiendo remordimientos y pena por esa muerte joven.

Pero la vida sigue y, aparentemente, el tiempo envuelve con humo de olvido el pasado. Sin embargo, los años no borran los recuerdos y el predicador lo sabe cuando mira la banca donde solía sentarse Elisa.

Otra tarde, en que las palomas revoloteaban jugando con el verano y el predicador estrenaba un nuevo discurso, eufórico y henchido de gloria, se quedó mudo con la Biblia en alto al descubrir al hombre de la gorra entre los concurrentes más delgado, descuidado y barbón, y sintió rabia por ese odioso personaje y presunto asesino de Elisa y sin pensar en lo que hacía se lanzó sobre él violentamente.

La actitud del predicador llamó la atención de los concurrentes a la plaza, que no atinaban a entender el motivo que lo hiciera correr hacia aquél visitante, sacudirlo y golpearlo con furia siendo como decía ser un abanderado de la paz, el amor y la tolerancia.

El laberinto que se armó fue terrible por los gritos de las señoras y niños y el ladrido de los perros. Finalmente, los serenos pudieron separarlos y el agredido quedó sentado en el suelo sangrando por la nariz.

El hombre de la gorra pudo ser identificado como el asesino de Elisa y de otras jóvenes cuyos esqueletos fueron hallados en dos tumbas ocultas entre los maizales de su chacra cerca al río, allá en Puente Piedra, y contó a los policías los motivos de sus crímenes: “Es imposible conservar al mundo puro, dijo, y solamente la mujer puede ser la depositaria de esa blancura por su misión de ser madre, pero las costumbres, especialmente esa llamada liberación, la han contaminado y destrozado en su esencia, yo sólo quería tener una compañera como cuentan que fue Eva y hacer de su vida un paraíso, pero no me di cuenta que ya la serpiente la había envenado. Elisa era superior a todas, por eso no la enterré cuando tuve que matarla también, les juro que lloré mucho, fui el primero en sufrir por su muerte cuando ella se durmió entre mis brazos y para volverla ángel debí mutilarla pues no quería que se asemejara a cualquier mujer”.

La plaza San José sigue siendo una fiesta los viernes y los otros días, niños acompañados por sus madres o abuelos juegan a la vida sin preocuparse del momento o del mañana. Todo sigue igual en ese hermoso rincón de Jesús María. Digo mal, todo no. Pues ahora el predicador ya no lanza sermones y prefiere pasearse de la mano con una muchacha que es profesora y -según cuentan las señoras o alguno que lo vio- ahora es amigo del Párroco, pues su novia es cursillista y asiste a misa todos los domingos y fiestas de guardar, no acordándose más del hombre de la gorra que purga condena en una cárcel limeña. Sin embargo, a veces deja una rosa en la banca donde se sentaba Elisa, como un homenaje a su recuerdo.

 

(*) María Luz Crevoisier, autora del relato, es periodista peruana, de dilatada carrera en la cobertura de temas relacionados con arte, especialmente en el diario El Peruano, la revista Variedades y el sitio web LimaGris. Colabora con Cultura y Tendencias desde Lima.

(*) La ilustración principal pertenece a la artista visual chilena Viviana Pessoa / Instagram: iook_1creaciones 

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