El completo, un hijo querido en el país de las mezclas

Tan propio como la cordillera de Los Andes, uno de los sándwich más populares de Chile implica toda una experiencia. Ya sea para comerlo o simplemente para entenderlo. Con variadas actualizaciones desde hace casi un siglo, su consumo es transversalmente popular.

Con tomate, mayonesa, mostaza, ketchup, ají, chucrut o salsa americana, además de la infaltable vienesa, el tradicional «completo» puede ser una buena muestra de la mezcla con la que se forja la raza chilena.

Tal como en la fauna local es posible encontrar al quiltro como ejemplo de una raza canina hija de las combinaciones, en la sabrosa familia de los emparedados locales el «completo» surge como el hijo predilecto de las posibilidades del azar.

No sólo puede ser un manjar para las masas, sino que también para los intelectuales. En sus variadas actualizaciones recoge las mejores prácticas que los conspícuos académicos de hoy llaman “híbridas” o que los posmodernos denominarían “pastiches”.

No será una muestra de la alta cocina, pero el «completo» es capaz de congregar a muchas ávidas bocas en los variados locales y carros en donde se vende. Santiago es una muestra palpable de ese paisaje y para muchos ya es tan propio de la cultura nacional como la cueca chora, el «terremoto» o las sopaipillas.

La experiencia de saborear este sándwich es única y, por qué no decirlo, intimidante. Hay que tener conciencia de la cantidad de calorías que uno le está entregando al organismo. Pero como lo más probable es que el hambre o el embelesamiento no permita este tipo de reflexiones, lo cierto es que en lo único que -generalmente- se piensa es en alcanzar la mejor técnica para no verse ridícul@ abriendo las fauces a dimensiones poco normales y, sobre todo, evitar la máxima cantidad de manchas posibles.

La misión no es nada fácil. Si hubiese una encuesta, de las que hay tantas ahora en el país, probablemente arrojaría un abrumador 99,9% de personas que alguna vez ha sido víctima de una gota de mayonesa, de algún pedacito de tomate o de algún veleidoso extracto de palta. Todas, por cierto, máculas casi imposibles de remover con detergente alguno.

Es lo que se conoce como la “experiencia” de comerse un «completo» chileno.

Y si en plena calle esta “experiencia” es riesgosa, en los locales establecidos la situación no es tan diferente, aunque algo más manejable.

Como la sociedad chilena, este sándwich se viene reinventando permanentemente desde hace casi nueve décadas. Los primeros antecedentes que se conocen lo ubican en el local “Quick lunch Bahamondes”, ubicado en el tradicional Portal Fernández Concha de la Plaza de Armas (en el centro de Santiago).

Su dueño, Eduardo Bahamondes, lo importa luego de un viaje a Estados Unidos. Y, a pesar de que no trae el producto con todos sus aderezos originales, la adaptación es rápidamente aceptada y el éxito se produce desde el momento mismo en que llega.

Hoy las actualizaciones llegan a extremos un poco sorprendentes, como la existencia de «completos XL», cuyas extensiones superan hasta el 50% de su tamaño original, que de por sí ya es incómodo.

Todo sumado a la amplitud de recetas que, curiosamente, recuerdan a varias de las colonias extranjeras presentes en Chile: el italiano (con palta), el rumano (con chucrut), la chaparrita (parecido a una empanada) o el americano (con salsas varias).

Y es que desde el tomate hasta la vienesa, pasando por la mayonesa, la mostaza y el chucrut, el «completo» es un ejemplo de la cultura de la mezcla tan propio de la historia local.

Por estos lares, en que se han adaptado leyes y costumbres, este sándwich encuentra un nicho desde el primer minuto en que llega y pasa a formar parte -rápida y acogedoramente- de la gran familia chilena que lo sigue disfrutando en sus más amplias versiones. Hasta gourmet.

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