Mi época de adolescencia fue a finales de los 80, con un Chile que vivía los últimos años de la dictadura militar bajo el yugo de Augusto Pinochet. En mi colegio hervía la furia de verdaderos tiempos mejores y se sentía el fulgor de provocar cambios en un entorno doloroso de vivir.
Mi liceo de niñas era un polvorín de mucha polarización política y dominado por una directora con una mentalidad demasiado limítrofe. Ella decía qué cambios quieren provocar si no tienen la inteligencia para entender la historia de Chile y la capacidad intelectual para entender a un estadista.
Eso, por cierto, provocaba la ira de mis compañeras que en su gran mayoría venían de la clase trabajadora y estaban más cerca de un pensamiento de izquierda.
En el fondo, yo formaba parte de una generación que nos tocó nacer a principios de los años 70 y sentir los ecos de las primeras protestas en nuestra niñez. Existían grandes ansias por cumplir los 18 años y partir corriendo a inscribirse a los Registros Electorales para votar, era algo tan poderoso como perder la virginidad.
Tenía quince años cuando ganó el «No» en el Plebiscito de 1988 y solamente quería que el tiempo corriera para tener derecho a voto, me quedé con unas ganas enormes de votar en ese mítico acto eleccionario y después en los otros procesos electorales que vinieron: reformas constitucionales y elecciones presidenciales y parlamentarias.
Votar para mí era una revancha política. Cuando cumplí 18 me fui a inscribir y me prometí votar siempre. Viniendo los primeros gobiernos de la transición, algunos con buenas intenciones y otros abiertamente mediocres, comencé a sentir la falta de buenos líderes políticos.
Ya no era la niña de quince años que soñaba con votar, notaba en el aire una fuerte indiferencia de los jóvenes en participar en debates políticos o comprometerse en causas sociales, existía el aberrante síndrome Chino Ríos del “No estoy ni ahí”, que reflejaba la nula capacidad crítica de muchos jóvenes de esos tiempos y –abiertamente- la falta de cultura cívica, que –hay que decirlo, también- no se inculcó en muchos hogares o establecimientos educacionales.
Tuvo que venir la “Revolución Pingüina”, ya a mediados de los años 2000, para mostrar las semillas de una nueva generación de jóvenes con intereses sociales. Nacieron algunos líderes que intentaban mejorar el tema de la educación con muchas ganas, pero con escasa formación política.
De todas formas, fueron la muestra de una generación que abandonaba la indiferencia y buscaba activamente un cambio social. Junto a ello comenzó a cuajar el mensaje de hombres y mujeres de la política que movían las conciencias, algunos amados y otros odiados. En mi caso se me viene la imagen de la dirigenta comunista Gladys Marín, por ejemplo.
Sin embargo, aunque el voto era obligatorio muchos jóvenes no formaban parte de los Registros Electorales y los políticos proponían un sistema de inscripción automática. En lo personal, seguí votando porque no he perdido la mirada de que es una herramienta efectiva para demostrar mi descontento social, el voto puede también ser un buen acto de protesta.
Vi una vez en una película que la esposa de un senador en Estados Unidos desafió a su propio marido para apoyar el voto femenino. Entendí que el voto podía tener variadas dimensiones.
Cuando surgió el sistema voluntario lo vi como una dinámica que iba a perjudicar a las clases más desposeídas y lo lamenté profundamente. Quienes no votan dejan la puerta abierta a que el congreso y las municipalidades se llenen de garrapatas oportunistas. Caí en un evidente pesimismo.
El tiempo corre y me parece que la generación “millenial” implica cierta esperanza. Son jóvenes nacidos entre el año 1981 hasta el 1999 que están recuperando cierto sentido cívico perdido. Desde sus opciones de izquierda o derecha toman la cordura de dejar la flojera de una generación anterior que vivía con la frase política más inútil del mundo: “No estoy ni ahí”.
Aunque el escenario político en estas elecciones presidenciales es complejo, siento que esta nueva generación invita a recuperar ese entusiasmo por votar que yo sentía a los quince años. Es una muestra de que existen jóvenes que tienen clara la película: si se quieren cambios, la mejor forma es votar.
(*) Marietta Morales es poeta, nacida el año 1973. Es autora de “Cartas abiertas a Serguei” y “El rudo alacrán de doble aliento”, entre otras publicaciones. Ha sido destacada por Raúl Zurita y ha ganado varias becas, como la de Creación Literaria del Consejo Nacional del Libro. Vive en Antofagasta.