La justa reivindicación de Víctor Jara

Si la locura y la miseria humana no se hubiese apoderado del país en la década del 70, Víctor Jara hubiese sido desde siempre un artista nacional respetado, algo así como un Nicanor Parra de la música.

Pero -dado que la enajenación sí hizo de las suyas entre los 70 y los 80- la imagen del cantautor se va trazando entre el mito y el prejuicio en la memoria colectiva del país. Lo bueno para él es que, a pesar de todo, el tiempo ha jugado a su favor. Cada vez más se valora y se dimensiona su poderosa, profunda y poética obra, además que se re-descubren otros de sus talentos, como la dirección teatral y la gestión cultural.

Durante la dictadura, Víctor Jara representa un ícono de sufrimiento y dolor. No sólo resulta estremecedora la cruda y cobarde forma en que es torturado y asesinado, sino la manera en que intentan borrar sus huellas, destruyendo los originales de sus grabaciones, prohibiendo su música, dañando intensamente sus manos, lisa y llanamente acribillándolo.

Esa demonización inmisericorde fracasa estrepitosamente, aunque por mucho tiempo la tragedia del fin de sus días y el prejuicio de la censura se encargan en hacer difícil conocer más sobre el cantor, el actor, el poeta, el dramaturgo y el creador que conviven en este inquieto y -en muchos aspectos- adelantado artista.

Víctor Jara nace al alero de una familia extremadamente pobre. Su padre es un duro hombre de campo y su madre una esforzada mujer de trabajo que lleva dentro una sorprendente sensibilidad artística. Es ella quien le enseña los primeros acordes de guitarra.

En un Chile aún más desigual que el de hoy, estaba condenado a la pobreza y a la ignorancia. Pero en el desarrollo resiliente de su existencia tuvo el apoyo primordial de su madre, quien lo orienta hacia lo creativo y lo saca de lo que sería su eje natural: ser un agricultor inquilino.

También cuenta con el apoyo de dos instituciones sorprendentes, en algún sentido contradictorias y en algunos otros inexplicabemente complementarias: la iglesia católica y el ejército. De hecho, el niño Víctor Jara casi ingresa al sacerdocio y el joven Víctor Jara realiza -feliz- un exitoso servicio militar. Ambas experiencias lo ligan fuertemente al cultivo de su espíritu, desde donde potencia su conocimiento interior y deriva todo en un inevitable y vital encuentro con el arte, la música y la poesía.

Víctor Jara le tuerce la mano a su destino no sólo una vez, sino que –por lo menos- en dos oportunidades. Primero, vence a la pobreza. Y luego, le gana -con creces- a la muerte.

«Como con vida propia»

Jara y su familia viven como trabajadores rurales en las tierras pertenecientes a los Ruiz-Tagle en Lonquén, zona campesina ubicada al sur poniente de Santiago. Por mucho tiempo el cantautor es el menor de cuatro hijos.

Manuel, su padre, considera a sus retoños más como necesaria mano de obra que como seres con otras expectativas. Su madre, Amanda, es una mujer de varias dimensiones que no sólo prepara el pan diario y mantiene la huerta familiar, sino que con su guitarra anima los velorios de niños por los caseríos cercanos.

Acurrucado en el suelo de alguna casa ajena, Víctor se duerme en incontables ocasiones al son de las cuerdas de la guitarra materna, en medio de esas particulares manifestaciones fúnebres del profundo campo chileno.

La sensibilidad del artista se forma, sin duda alguna, gracias al aporte materno. Ella es una de las escasas personas que, en medio de sus condiciones vivenciales, sabe leer. Por ello, se pone como objetivo que todos sus hijos asistan regularmente a la escuela.

Allí, Víctor destaca siempre. Es un punzante hacedor de preguntas y, según cuentan sus hermanas en el libro “Un canto truncado” (escrito por su esposa Joan Turner), “como niños siempre nos molestó verle independiente y como con vida propia”.

Las circunstancias y –básicamente- el deseo de Amanda por una vida mejor, traen a Víctor y a sus hermanos a la ciudad. Lo más urbano que pudieron encontrar es en la población Los Nogales, ubicada en la actual comuna de Estación Central, en el lado poniente de Santiago.

Allí, en una sola pieza, con colchones en piso de tierra, Víctor y los suyos logran acomodarse. Pese a todo, el músico termina sus estudios primarios con excelentes calificaciones.

Para Víctor, sin embargo, la vida comienza de verdad el año 1950, cuando su madre muere de un repentino ataque al corazón.

«Los prejuicios pueden derribarse»

La madre de Víctor no puede ver en vida cómo el hijo que la acompaña en sus «cantos del angelito» se transforma, a fines de los años 60 y comienzos de los 70, en un activo vocero de su clase social, momento que alcanza su mayor luz al triunfar el proyecto político de la Unidad Popular con el presidente Salvador Allende llegando a La Moneda en 1970.

Participa en incontables concentraciones artísticas en apoyo al proceso social del país, efectúa los más variados trabajos (cargando frutas en La Vega o llevando carretillas en la construcción) cuando los paros orquestados por la oposición al gobierno de Allende detienen el accionar productivo del país. Víctor Jara se transforma así, para bien o para mal, en la cara de la Unidad Popular.

Es en esos tiempos en que se conoce con quien fuera su pareja hasta el fin de sus días y luego de la tragedia, su principal albacea: Joan Turner. Ella llega a Chile desde Inglaterra a comienzos de los años 60, cuando en el país comienza a darse un fenómeno social activo. Viaja con una compañía europea de ballet, casada con el bailarín y coreógrafo chileno Patricio Bunster.

En Chile imparte talleres y clases de teatro. Pero mientras su relación con Bunster se deteriora, un tímido y activo alumno comienza a conquistarla: ese es Víctor.

“La vida me ha enseñado que la mayoría de nosotros somos víctimas de nuestros prejuicios, de ideas preconcebidas, de falsos conceptos sobre quién es nuestro enemigo (…), pero también me ha enseñado que esas barreras son artificiales y pueden derribarse”, escribe Víctor en sus apuntes.

Por eso, aunque se ubica en la primera línea de lucha en los tiempos de la Unidad Popular, no puede señalarse que su lenguaje siembra odiosidad o conflictos. Su poesía llama a una mirada activa, consciente, atenta, pero nunca violenta.

El milagro del hallazgo

De allí es que no se entiende la odiosidad de su asesinato. Aún impensado en quien ostenta en su libreta de conscripto calificaciones destacadas.

El informe castrense que resume su perfil tras culminar el servicio militar dice que Víctor Jara es “poseedor de un alto espíritu militar y condiciones de mando, muy trabajador, atento, de buenas costumbres y cooperador”, lo que hace que el resumen de esa evaluación determine que “tiene valor militar”.

Por sus características poéticas, por la honestidad de su creación y por el estupor que causa su cobarde asesinato, la reivindicación del nombre de Víctor Jara es -en rigor- una cuestión de tiempo.

Conocida su biografía y alejada cada vez más su imagen mítica, generaciones posteriores al golpe cívico-militar de 1973 descubren en él todo su valor creativo.

Se fue entendiendo también por qué su figura ha estado presente en la creación de muchos otros músicos del mundo que han encontrado en su trayectoria un ejemplo a destacar.

En 1980, los rabiosos punks ingleses The Clash lo incluyen en su tema “Washignton bullets” y catorce años más tarde, los Fabulosos Cadillacs, en la cresta de su éxito, lo citan en un tema que traspasa todo margen imaginable: “Matador”.

El año 2013, la mítica revista estadounidense Rolling Stone lo incluye entre los nombres clave de la música rebelde en el mundo, siendo el único latinoamericano, ubicándolo a la par con artistas como Nirvana, Jerry Lee Lewis, Public Enemy, Elvis Costello, Johnny Cash, Plastic People of the Universe y Peter Tosh, entre otros.

A fines de junio de 2018, más de cuatro décadas después, se sabe la noticia de que uno de los militares que participaron en su asesinato ha sido acusado civilmente en Estados Unidos, país al que el ex uniformado escapó, siendo obligado a pagar una millonaria indemnización a la familia del artista.

El ex teniente de Ejército, Pedro Barrientos, es sindicado por muchos testigos como uno de los autores de su crimen. El uniformado logra escapar de Chile antes de ser citado por la justicia y se nacionaliza estadounidense.

La historia de Víctor y el juicio de Barrientos en Estados Unidos forma parte de un exitoso documental que el año 2017 produce la reconocida plataforma de streaming Netflix y que aún pueder verse. Su nombre: «Masacre en el estadio».

Jara es tomado prisionero junto a miles de personas en el estadio que ahora lleva su nombre el mismo día del golpe militar en Chile, siendo cruelmente torturado. Después de romperle las manos, los uniformados se burlan de él y le ordenan que toque la guitarra.

Recibe una seguidilla de balas que le provocan la muerte y su cuerpo es arrojado en una calle de las afueras de Santiago. Sólo un milagro hace que fuera encontrado y reconocido. Y también parece un milagro que de esa condena al olvido que busca su asesinato, la realidad actual sea tan diametralmente distinta. La figura y el arte de Víctor Jara saltan a la total trascendencia mundial.

Gracias al indiscutido valor de su trayectoria artística y a la intensa calidad de su trabajo lírico, musical y cultural, es posible decir que -a pesar de la insensatez con la que atentaron contra su vida- el aporte de Víctor Jara a la historia identitaria de Chile se encuentra en el lugar que se merece.

 

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