Así sobrevivió el teatro chileno a la dictadura

A pesar de las evidentes complejidades políticas imperantes, los años 80 fueron un período de gran actividad teatral en Chile. Con restricciones de todo tipo, directores, dramaturgos, actores y escuelas de teatro se las arreglaron para enfrentar con valentía cada una de esas complicaciones.

Entre ellas, no sólo estaban la censura, la persecución política, la absoluta carencia de apoyo estatal, las restricciones horarias existentes bajo diversos estados de excepción (los más tradicionales “de emergencia” y “de sitio”) y las económicas, sino que -por sobre todo- la escasa promoción que tenían las obras en los medios de comunicación.

Social y políticamente, los años 80 pasaron por momentos de diálogo, en que hubo variados intentos aperturistas que nunca llegaron a buen puerto (el Acuerdo Nacional); momentos de amplia lucha (el inicio de las protestas); de regresos emocionados (algunas veces se incluían a personas del teatro en las listas que ponían fin al exilio); y de horas muy duras (actos de amedrentamiento y, en algunos casos, hasta muertes), todos los cuales tuvieron su expresión en las tablas.

Y es que el teatro chileno respondió con diversos estilos a los requerimientos del público. Todo eso en un tiempo en el que, por cierto, no era fácil reunirse para ensayar, que los espacios eran pocos para desarrollar tareas artísticas y que siempre existía el riesgo de que alguien denunciara este tipo de actividades como “peligrosas”.

En ese sentido, la persistencia del teatro por observar la realidad y ofrecer dinámicas de interpretación o reinterpretación a través de estilos variados y enriquecedores, de alguna manera sustituyó otras instancias: las personas prácticamente “militaban” en esta expresión artística, registrándose una intensa y permanente reflexión de la sociedad.

Para algunos estudiosos, durante los 80 en Chile se realizaron básicamente tres tipo de teatro: el de parodia-show, en el que cabía todo lo lúdico, lo cómico o lo comercial; el naturalismo contingente, que recogía la denuncia a partir de lo social, pero al que se le daba un tratamiento artístico trascendente; y el absurdo realista, en el que el sarcasmo y la ironía, se transformaban en inquietantes maneras de plantear un espejo social.

Lo cómico y lo comercial

Ejemplos del primer tipo fueron los llamados “café-concert”, en el que a base del sainete y de lo irrisorio se tomaba la realidad y se veía de manera graciosa.

El principal elemento que se abordó fue la situación económica, que por varios momentos en los 80 se tornó profundamente mala, con niveles de cesantía mensuales de dos dígitos.

Sin embargo, el entorno de estos espectáculos fueron pubs o bares de reconocida identificación social, por lo que –en rigor- se transformaban en espectáculos para la clase que, dentro de todo, disfrutaba de una situación medianamente cómoda. Sin embargo, igual se daban espacios de criticidad e ironía.

El grupo “Burlitzer” -por ejemplo- formado por Coca Guazzini, Malucha Pinto, Cristián García Huidobro y Gonzalo Robles, marcaron un hito con el espectáculo “Aún tenemos risa, ciudadanos” (1983), una serie de sketches en los que se presentaban antes de la TV los personajes que sirvieron de base para el exitoso segmento humorístico de “Sábados Gigantes” llamado “Los Eguiguren”.

Ximena Vidal (diputada durante tres períodos legislativos una vez recuperada la democracia), Patricio Achurra (quien en los 90 llegará a ser alcalde), Sonia Viveros y Ramón Farías (actual diputado) hicieron lo propio con el café concert “Gato encerrado” (1983), en el que –por ejemplo- una madre conversa con su hijo ministro de Estado que recibe la Orden Al Valor Milton Friedman (el gestor del modelo económico chileno) y le dice: “Realmente se necesita mucho valor para seguir con este modelo tan malo”.

En otro cuadro, una voz en off le pregunta a un silencioso escritor: “¿Todos los escritores son tan callados?, a lo que el literato le responde “En verdad, todos los escritores ESTÁN callados”.

Dentro del sainete, la obra “Carrascal 4000” (1981) batió permanentes récords en asistencia de público y recaudación, con esta obra graciosa que relata el cambio de vida de una familia pobre que se saca la Polla Gol (principal concurso de sorteos deportivos de la época), en el que se hacía humor de los tiempos en que comenzaba el boom económico.

«Pueblo del mal amor», Juan Radrigán, 1981.

El naturalismo del día a día

Uno de los nombres que surge con fuerza en esta década, y sobre todo en una corriente de tomar la contingencia pero manifestarla en dinámicas más elevadas, aunque siempre con urgencia de identidad social, es Juan Radrigán.

Se considera que su obra conjuga una inquietante síntesis artística que va más allá de lo simplemente diario, para abordar temáticas intensamente trascendentales. Redescubre la tragedia popular y recupera la búsqueda de dignidad humana a través de personajes marginales.

“Pueblo del mal amor” (1986), por ejemplo, es un fiel reflejo de sus inquietudes, pues relata la despersonalización del ser humano ante una situación límite: un pueblo entero es trasladado a un lugar en donde la represión no es sólo física, sino que también del entorno geográfico y moral.

Las llamadas “erradicaciones” eran soluciones permanentes en las lógicas urbanísticas de la dictadura. Con ella, se “limpiaban” sectores marginales de la capital y se llevaban a zonas extremas de la Región Metropolitana o del país.

El teatro de este autor indaga en la carencia total de estímulos que sufren los protagonistas para cambiar sus situaciones marginales y necesitadas, pero que –sin embargo- sí logran ser capaces de levantarse y reconocerse como agentes de cambio, sobre todo en nexo con la comunidad.

“La secreta obscenidad de cada día”, Marco Antonio de la Parra, 1984.

El absurdo cotidiano

En 1983 son varios los autores juveniles que comienzan a marcar tendencia. Uno de ellos es Ramón Griffero. Quienes han estudiado el tema, lo citan como quien le puso fin al “contenidismo” en la escena local, para pasar a una mayor importancia de la forma.

En ese sentido, los contenidos parecían ya claros para la década y el contexto que se vivían, algunos actores le daban vueltas al asunto de no tener nada nuevo para plantear. Griffero toma esa problemática y le entrega un mayor peso a la imagen por sobre la palabra.

Rompe el esquema de la dramaturgia organizada, de tema único y de desarrollo lógico, generando un teatro “de sensaciones”, en el que se enfatiza lo corporal y se incorpora la música como lenguaje.

La obra “Cinema Utoppía” (1985) fue un exitoso montaje que reunió por primera vez todas esas características. La realidad en este nuevo tipo de teatro se refleja en lo que sugieren las acciones, la denuncia no es directa, sino que principalmente simbólica.

Marco Antonio de la Parra es otro autor que deja huella dentro de estas nuevas maneras de enfrentar la creación teatral. Se le considera uno de los primeros dramaturgos en abordar el fin de las utopías, elemento con el que experimentó y desmitificó en obras como “La secreta obscenidad de cada día” (1984).

La propuesta es una descarnada recreación de Freud y Marx como anónimos exhibicionistas, ex torturadores, que –en medio de unas vidas miserables- buscan reencontrarse con sus conciencias.

Lo que trae el des-exilio

Como se apuntó, el teatro a veces se beneficiaba cuando la dictadura generaba listas de personas que podían volver del exilio. Cabe hacer notar que eso sólo se dio a contar de la segunda parte de los 80.

En esa dinámica, las tablas se ven revitalizadas con el aporte que vuelven a inyectar a la actividad personas como el dramaturgo Alejandro Sieveking (un notable indagador del existencialismo a la chilena) y los actores Julio Jung y María Elena Duvachelle (en este tiempo, matrimonio), entre otras figuras.

La citada pareja, de hecho, conforma una compañía propia (El Nuevo Grupo), bajo la cual presentan la destacada obra “Regreso sin causa” (1984), con inusitado éxito de público y connotación nacional. De hecho, su autor –Jaime Miranda- obtiene el Premio Municipal de Santiago, el que luego fue extraña y polémicamente suspendido.

En 1986 pusieron en marcha otro gran éxito: “Ardiente paciencia”, basado en la homónima novela de Antonio Skármeta (que luego sirviera como base para “El cartero de Neruda”), en la que Julio Jung encarnaba a un notable Pablo Neruda y unos talentosos jóvenes Amparo Noguera y Claudio Arredondo le daban vida a la pareja central.

El constante trabajo del Ictus

Una mención aparte en este período debe hacerse para rendir homenaje a la permanente actividad que llevó a cabo la compañía Ictus. Sin duda, la más prolífica, continua y coherente.

Casi todas las temáticas de la década tienen expresión en sus obras. El desmembraiento de las familias producto de la represión y del exilio en “Primavera con una esquina rota” (1984). El profundo deseo de encontrar la verdad y no aceptar el olvido o el silencio en “Lo que está en el aire” (1986). O la ironía de la cotidianeidad en “Lindo país esquina con vista a la mar que estaba serena” (1984). Sólo como ejemplos.

La complicada década culmina con “Este domingo” (1990), obra basada en un texto del reconocido escritor José Donoso, en el que la historia se centra en personajes que se deben reconocer con esfuerzo en un reflejo del Chile que comenzaba a asumirse para un nuevo período, en el que comienza una compleja dinámica de recuperación democrática.

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