Por qué Palestina es hoy algo tan vergonzoso como el holocausto judío

Fueron los filisteos, pueblo prehistórico que llega al Medio Oriente desde Europa durante la Edad del Bronce, quienes bautizan la franja costera del mediterráneo actual entre Gaza y Tel-Aviv con el nombre de Falastín.

En esa zona de 21.805 kilómetros cuadrados, ubicada exactamente en el Medio Oriente, viven pueblos árabes, a los que muy posteriormente se suman los hebreos, provenientes de diversas huidas desde Egipto. Estos últimos se ubican en una pequeña parte del territorio al que denominan Reino de Israel, de escasa duración, destruido por invasiones babilónicas. Su posterior expulsión es lo que los hebreos llaman “diáspora”.

Imagen tomada de sitio web Federación Palestina.

La zona continúa siendo ocupada por más pueblos de origen árabe que construyen una historia y una tradición común, haciéndose llamar “palestinos”, una clara derivación de Falastín. Sin embargo, constantes dominaciones —en una zona ampliamente apetecida por su característica costera, de riquezas naturales como valles agrícolas y fuentes de agua y por su estratégica ubicación geográfica— hacen que el pueblo palestino no disfrute de su autonomía.

Primero, bajo el imperio turco y –luego- bajo el colonialismo inglés, Palestina conoce la lucha constante por alcanzar su libertad. Durante los años de dominio turco, en la zona convive la mayoría palestina con una pacífica minoría hebrea que no huye en la “diáspora”. Los primeros acogen a los segundos, se respetan sus costumbres e –incluso- muchos palestinos y judíos se crían como hermanos.

De hecho, ambos pueblos casi lo son. El escritor español Carlos Trías, experto en temas del Medio Oriente, señala que Israel y Palestina son dos toponímicos de origen étnico que designan un mismo territorio: el país que limita al norte con El Líbano o Fenicia, al sur con Negev, al este con el desierto arábigo y al oeste con el Mediterráneo.

“Israel es un nombre propio que ha terminado designando a un pueblo y a un país, llamando a sus descendientes israelitas. Palestina, por su parte, es la tierra de los palestinos o filisteos”, explica.

Los recién llegados a Palestina

Sin embargo, luego de la Primera Guerra Mundial se teje la historia más triste para el sueño del pueblo palestino. La corriente más poderosa de los judíos que se reparten por el mundo en las primeras décadas del siglo XX se ubica en Inglaterra y desarrolla una intensa carrera en el mundo del comercio, los negocios y en las finanzas. Eso los lleva a ocupar puestos de importancia estratégica en diversos sectores económicos.

Esa ligazón se profundiza tras el primer conflicto mundial y facilita el desarrollo de una ideología fundamentalista religiosa judía llamada sionismo, cuyo objetivo principal es crear un Estado judío. Para eso, no abandona métodos, incluyendo la violencia armada. En 1975 la Organización de Naciones Unidas considera a la agrupación como racista, lo que se establece en la Resolución 3379 del organismo internacional, que se mantuvo vigente durante casi dos décadas.

En 1917 el sionismo organizado logra su primer hito: la llamada Declaración de Balfaur, a través de la cual Inglaterra -país que, a través de su amplio colonialismo en el Medio Oriente, domina la franja palestina- plantea que observa “con buenos ojos” el establecimiento de un Hogar Nacional Judío “en el área de Palestina”.

El segundo hito del sionismo se marca trágicamente tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, casi tres décadas después de la Declaración de Balfaur. El grupo le pide a los países una “reacción clara” frente a las horrorosas matanzas nazis. Los vergonzosos campos de concentración y las patéticas imágenes que de ellos se conocen son el principal argumento del sionismo para apropiarse de Palestina.

La torpe e inhumana persecución que Hitler hace de los judíos, alimentada por una mirada profundamente crítica de un sector de alemanes que ve en los hebreos un grupo que se “beneficia” de las bondades del estado germano sin retribuirle, y la indiferencia de las naciones ante estos hechos constituyen la base a partir de la cual el sionismo argumenta que es “un deber moral” del mundo entregarles un territorio donde formar su “hogar”.

“El hecho de que ningún país de Europa Occidental haya garantizado la defensa de los derechos humanos elementales del pueblo judío explica sus aspiraciones por tener un Estado propio; teniendo en cuenta sus sufrimientos durante la guerra, sería injusto reconocer ese derecho”, sentencia el representante de la Unión Soviética en las Naciones Unidas en mayo de 1947.

El ensayista Carlos Trías sostiene que “los ciudadanos judíos del estado de Israel son en su inmensa mayoría unos recién llegados, inmigrantes procedentes de los cuatro puntos cardinales, miembros de la diáspora que, traumatizados por la terrible experiencia del Holocausto y decididos a que hechos como ese no vuelvan jamás a suceder, resuelven poner fin a dos mil años de destierro y regresar a la tierra de sus antepasados, una tierra que -sin embargo- no está vacía, como tampoco lo estaba en tiempos de Abraham y de Moisés o al regresar del exilio babilónico”.

Todo se une fatalmente para que ocurra una cruel contradicción, en la que un pueblo perseguido y torturado como el judío, se transforma en perseguidor y torturador de palestinos. El antiguo territorio conocido como “Reino de Israel” fue reclamado por la fuerza sionista como el único lugar del mundo en el que los hijos del patriarca del mismo nombre pueden reunirse. Sin embargo, ese deseo no se aplicó en un terreno vacío, sino que en uno con centenaria historia que lo sustentaba: Palestina.

Y más aún, lo que los judíos consideran como Tierra Santa, lo es también para otras religiones monoteístas. Lo que para los judíos es considerada su capital única e inalienable, Jerusalén, es también la ciudad en la que convergen los principales actos de fe de los católicos (con todos los lugares donde vive y muere Cristo), los musulmanes (desde allí inicia su ascenso divino el profeta Mahoma) y la propia hebrea (con la existencia de las ruinas del Templo de Salomón, conocido como el Muro de los Lamentos).

El ensayista Trías anota otros hechos que demarcan esta pluri-religiosidad del área: “Basta dar una vuelta por Jerusalén para notarlo. En la cripta de la Mezquita de Omar se conserva la piedra sacrifical donde, según la tradición judía, Abraham tiende a su hijo Isaac para ofrecerlo a Jehová antes de que el ángel le pare la mano. Desde esa misma piedra, según la tradición musulmana, Mahoma asciende a los cielos mediante un salto abismal de su caballo. No lejos de allí, discurre la Vía Dolorosa por donde el Hijo de María carga la cruz camino al Calvario”.

La silenciosa y extensa operación inmobiliaria

En las dos primeras décadas del siglo XX los ingleses comienzan a ceder gradual pero constantemente a las presiones del sionismo, llevándose a cabo una detallada operación “inmobiliaria” en Palestina: la compra de tierras a dueños árabes, aproblemados por la falta de recursos para desarrollar una agricultura eficiente en la zona.

Es el primer e importante paso para el acceso hebreo a la propiedad en Palestina. Con tierras y poder, los judíos se convierten -también con la pecaminosa omisión de las potencias mundiales, al igual que con el holocausto de Hitler- en los nuevos dueños de la antigua franja de Falastín.

En su libro “El laberinto de Palestina”, el periodista español David Solar, señala que “las arbitrariedades se sucedieron. El colonialismo y el imperialismo inglés acomodan tierras, pueblos y situaciones a sus intereses, formando una maraña legal tan tupida que ni la espada puede deshacer”.

Primero el acuerdo Sykey-Picot, en el que Inglaterra y Francia se reparten el Medio Oriente al final de la Primera Guerra Mundial en 1916; luego la Declaración Balfour, en que Inglaterra toma decisiones sobre una zona geográfica que no está vacía (Palestina); y el silencio de las Sociedad de Naciones (organización previa a las Naciones Unidas, que no impone restricciones a la práctica de la Declaración Balfour, haciendo sólo referencias morales tipo “deben garantizarse los derechos, civiles y religiosos, de los demás habitantes de Palestina”), constituyen una camino pavimentado hacia el “hogar nacional” de Israel en territorio árabe.

La resistencia palestina opuso una humilde respuesta, pues no había recursos económicos para enfrentar al capital judío desembolsado en la zona. Así y todo hubo enfrentamientos y levantamientos con resultados lamentables. La ciudad de Nablus es la primera en donde se quema la bandera británica, marcando el inicio de la Resistencia Islámica en Palestina. Inevitablemente comienza a tornarse más violenta por la política inglesa de favorecer el establecimiento de las primeras colonias sionistas.

Entre 1903 y 1908 los israelíes adquieren grandes tierras a terratenientes árabes a quienes se les paga tres o cuatros veces más por sus propiedades. El diario de tendencia pro palestina «Al Karmal», publicado en Haifa, denuncia sistemáticamente los hechos. Antes del conflicto que se viene con la corona inglesa, los turcos disfrutan con esos negocios, ya que la mayoría de las hectáreas compradas pertenecen a habitantes que deben pagar impuestos. De allí que se da el caso de que los propios otomanos practican una feroz represión contra todos aquellos palestinos, hombres y medios de comunicación, hostiles al comercio de tierras.

Antes de la primera Guerra Mundial hay casi un millón de habitantes en Palestina, los que en tiempos otomanos ocupan básicamente la zona de Cisjordania: Jerusalén, valle del Jordán, Jaffa, Haifa y Safed. Cabe recordar que la Palestina histórica abarca una área de más de 25.000 kilómetros cuadrados dividida en dos partes por el río Jordán: el Oeste (la citada Cisjordania, con una superficie de casi 16.000 kilómetros cuadrados) y el Este (Transjordania, con poco más de 9.000 kilómetros cuadrados).

Los accidentes geográficos hacen fácil la delimitación de la tierra palestina: al norte, los montes de Líbano y las colinas del Golán; al sur, el desierto de Neguev; al oeste, el mar Mediterráneo; y al Este, la zona fértil alcanzada por la humedad del río Jordán.

De la cifra de habitantes que hay bajo los turcos otomanos, unos 700.000 son de directa ascendencia árabe (filesteos, en su gran mayoría), lo que constituye el 70 por ciento. Personas con ascendencia judía llegan a unos 90.000 (12 por ciento) y el resto lo constituyen turcos, alemanes, franceses y estadounidenses.

De un imperialismo a otro

Los primeros estados árabes independientes comienzan a surgir tras el fin de Primera Guerra. Inglaterra los reconoce tempranamente y alcanza buenos acuerdos comerciales, particularmente en el abastecimiento de petróleo. Arabia Saudita, Jordania e Irak son los primeros países en alcanzar autonomía. Sin embargo, la corona inglesa mantiene relaciones engañosas con el mundo árabe.

Mientras existe la amenaza otomana, junto a Francia idea el Tratado de Sykes-Picot, el que hace una sospechosa exaltación del “nacionalismo árabe”. En el fondo, los europeos ponen los fundamentos para la división del mundo islámico y la creación de Israel como país.

Tras el fin del primer conflicto global de la historia, el Imperio Otomano se hunde con Alemania, hecho que Inglaterra y Francia aprovechan para adueñarse de importantes zonas del Medio Oriente. Palestina, en consecuencia, pasa de un imperialismo a otro. Los ingleses se apoderan de esta zona gracias a la colaboración y servilismo de la monarquía árabe menos fundamentalista conocida como «Hashemita».

En rigor, la historia de la presencia británica en Palestina se inicia en 1914, cuando el Imperio Otomano se une a los imperios centrales, tomándose como una de las primeras decisiones bélicas el apoderarse del canal de Suez, en una zona en la que el agua es casi tan vital como el dinero. El canal es visto desde Londres como un “cordón umbilical” en medio de su imperio árabe. Se desarrollan tensas negociaciones entre la capital otomana, Constantinopla, y la inglesa, en las que no están exentas las reyertas.

Palestina se ubica en la retaguardia otomana y los turcos centran una constante represión contra los judíos, pues sospechan —no sin razón— que trabajan aliados con los ingleses. El autor español Solar subraya en su citado libro: “Se dan casos de espionaje sionista en favor de Londres, los que provocan persecuciones, encarcelamiento e, incluso, ajusticiamientos”. La cifra de israelíes en la zona se reduce fuertemente con las disputas otomona-inglesas, pues casi el 50 por ciento de hebreos sale expulsado o son muertos.

Por todo ello, ingleses y franceses suscriben con los árabes que buscan liberarse de los otomanos el ya nombrado acuerdo Sykes-Picot. En él, se sella el apoyo mutuo de estos tres socios para hacer frente a la amenaza turca. Los europeos prometen a los árabes, a sabiendas de que no se les iba a cumplir, un reino que incluye la península Arábiga, Siria, Irak, el Líbano y Palestina. El acuerdo, sin embargo, esconde un alcance secreto mayor: lo primero, engañar a los árabes para vencer a unos ordenados turcos, quienes comienzan con un ejército muy caótico, pero –rápidamente- reorganizan una muy bien diseñada estrategia de defensa y ataque contra los europeos.

Segundo, hacer frente al avance ruso hacia el Mediterráneo, lo que se facilita con los otomanos en la zona. Y tercero, repartirse esas atractivas tierras entre ingleses y franceses.

La ayuda de los árabes es vital para la derrota de los turcos en el Medio Oriente. Pero no obtienen todo lo prometido: Francia se queda con la administración del sur de Turquía y el Líbano. Mientras que Gran Bretaña obtiene la mitad sur de Irak, la zona occidental de Persia (actual Irán) y el norte de Arabia Saudita. Otras zonas como Arabia Saudita, Kuwait, los emiratos del Golfo Pérsico y Yemen no se contemplan en el acuerdo, pero Inglaterra se reserva derechos de influencia.

A ello se suman dos zonas en las que los europeos “reconocen y protegen” un Estado árabe independiente o una Confederación de Estados Árabes, como advierten los documentos diplomáticos: La Zona A, de dominio francés, comprende el norte de Irak y Siria. En tanto, una Zona B -bajo el manto inglés- abarca la actual Jordania y el desierto de Neguev.

Palestina, en tanto, se toma como una zona internacional, bajo mandato británico. Por todo ello, la idea de un “hogar judío” no les inquieta tanto a los árabes en principio, pues consideran que –en el espíritu del acuerdo suscrito con los ingleses y franceses- un “hogar palestino” también va a tener su espacio. Nadie entiende aún que lo primero implica el final de lo segundo.

El derecho internacional incumplido

Como los pasos rápidamente son claros, entre los años 1910 y 1920 se registran acciones de resistencia islámica, hostilidad ante la cual los ingleses encuentran fieles aliados en los colonos judíos, ya dueños de sus tierras.

La Declaración Balfour, en el fondo, premia esa colaboración. El texto de dicho documento diplomático oficial de Inglaterra no da espacio a las dudas: “El gobierno de S.M. contempla con simpatía el establecimiento en Palestina de un hogar nacional para el pueblo judío y empleará sus mejores esfuerzos para facilitar el cumplimiento de este objetivo”.

Ya existiendo la Organización de las Naciones Unidas, en 1948 el organismo propone que lo conocido hasta ese momento como Palestina se divida en dos Estados, uno judío y otro palestino. Pero eso no ocurre.

Israel, con apoyo de Estados Unidos y Gran Bretaña, hace rápido uso de la fuerza militar y evita la existencia de los dos países tal cual lo establece la ONU. Ante eso, surge un elemento complejo para los intereses palestinos: el movimiento fundamentalista se incrementa, no aceptando –a su vez- la existencia de un estado judío.

La resolución del organismo se convierte así en una propuesta del derecho internacional incumplida. Y en el transcurso de los años se suman más situaciones relacionadas con esta zona del Medio Oriente igualmente desoídas, no enfrentadas o -simplemente- ignoradas en el mundo.

El deseo israelí de un territorio significa no sólo el fin de las esperanzas del pueblo palestino por lograr su propio sueño patrio, sino que también el comienzo de un doloroso sistema de segregación: los vencedores del proceso instauran una dinámica de vida hostil contra la inmensa mayoría palestina nacida y criada -al igual que sus ancestrales antepasados- en la actual zona del conflicto.

Es una realidad triste que se agudiza con los años y el mundo –al igual que frente al holocausto judío- no ha hecho nada para impedirlo.

 

 

 

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